La crisis económica aprieta las fauces clavando un poco más a fondo sus colmillos mientras llegan a los tres millones largos los parados que se contabilizan en el Reino de España. Los expertos continúan dándole vueltas a cada posible solución que se propone, sin que ninguna de ellas convenza. Los analistas comienzan a preguntarse cómo es posible que algo de semejante calibre nos agarrase a todos con los pantalones bajos. Los políticos improvisan respuestas tirando a esotéricas para las preguntas bien simples que se hacen los ciudadanos acerca de la ceguera oficial. Pues bien, todos ellos, expertos e indocumentados, analistas y víctimas, políticos y ciudadanos, deberían prestar atención, mucha atención, a las confidencias que uno de esos tiburones de aguas calmas que medraron en la época de esplendor precipitando la llegada de la crisis nos ha brindado como razón última de su conducta temeraria. Jérôme Kerviel, el empleado infiel del banco galo Société Générale que causó a los clientes de su empresa un daño por valor de cerca de cinco mil millones de euros, poco menos de un millón de millones de las pesetas de antes -que dicho así, en pesetas, es más fácil mantener la perspectiva de las cantidades gigantescas-, alega con una mirada entre soñolienta y perdida que hacer esas cosas le causaba un placer semejante al del orgasmo.

Freud habría aplaudido de gozo semejante confesión. Al final, la racionalidad económica, la ingeniería financiera, la maximización de beneficios, el olfato bursátil y el acecho de predadores en busca de gangas bursátiles se reducen a algo tan simple como una sacudida de las que erizan los cabellos de la nuca cuando llega el momento crucial. Como todo el mundo, mal que bien, sabe lo que es un orgasmo pese a que los arcanos de la dinámica del mercado le resulten tan ajenos como la erótica propia de los marsupiales, ponerse en la piel de Kerviel resulta fácil. En esencia se trata del mecanismo que guía los pasos de cualquier ludópata. Excitación que corta el aliento; miedo a lo que aparecerá de inmediato; euforia al comprobar los picos de las cotizaciones, y eyaculación como cierre de un día de trabajo ejemplar.

Lo más raro del asunto Kerviel es que, siendo tan obvio el episodio, les pasase desapercibido a los jerarcas que velan por la prosperidad de los bancos. ¿Nadie se dio cuenta de los ojitos que se le ponían al susodicho cada vez que abría la sesión de la bolsa? ¿Pensarían tal vez que los gestos, las órdenes febriles de compraventa, la pasión desmedida y el aullido último no eran sino síntomas de la perfección alcanzada en el oficio? Tras ganar medio millón de euros en una maniobra especulativa -el caballero a veces también ganaba-, tuvo que correr al lavabo porque le acosaban las náuseas. El estómago débil o la vejiga floja no son virtudes apreciadas en el parqué, pero, ¡ay!, los superiores de Kerviel desatendieron el aviso. A ver si va a resultar que, en materia de sexo, los brokers pertenecen a la categoría del voyeur.