Hace unos días me crucé en la avenida marítima que une el Arenal con el Puerto de Xàbia con un conspicuo personaje de la escena cultural del país: el presidente de la Real Academia Española de la Lengua. Tras un breve saludo de cortesía, reanudamos nuestros respectivos recorridos. Me quedé con las ganas de mantener con él un intercambio de mayor enjundia que el simplemente protocolario. Pero cuando uno anda, debe seguir su camino o citarse en algún lugar para más adelante. Y Víctor García de la Concha, a quien conocía superficialmente desde mi época de PNN (acrónimo de Profesor No Numerario, léase penene,) en la universidad de Salamanca en los años 70, no elige Xàbia para hablar de cosas de su profesión, y menos con paseantes anónimos, sino para despegarse de ella unos cuantos días. Conque seguí mi ruta mordiéndome las uñas mientras meditaba sobre lo que había estado a punto de preguntarle: ¿Para qué sirve realmente la Academia de la Lengua?

La primera Academia nació en Francia en 1634 a instancias de Richelieu. España, durante el reinado del Borbón Felipe V, adoptó el paradigma en 1713 y posteriormente lo exportó a los países de habla hispana. Su función tradicional ha sido velar por la pureza del idioma, fijarlo, abrillantarlo y darle esplendor. Más tarde, a partir del siglo XIX, el modelo institucional ha sido introducido en diversas regiones del Estado para preservar las esencias de sus lenguas o dialectos propios. Todavía el francés del siglo XXI sigue con la ortografía de hace medio milenio. Pero uno se pregunta quién realiza semejante tarea en países como el Reino Unido de Gran Bretaña o Estados Unidos, donde no hay Academias de la Lengua, ni en muchos otros países del mundo civilizado; quiénes se encargan de que la lengua adquiera prestigio; quiénes determinan los límites tolerables en los que debe moverse el idioma; quiénes se dedican –si no son los Hermanos Vigilantes de la Lengua- a recoger el léxico habitual u obsoleto en forma de diccionario; quiénes son los responsables de redactar una gramática normativa, es decir, preceptiva e impositiva.

La respuesta es que allí no hay gramáticas ni lenguas normativas. Los guías de la lengua son los lexicógrafos, los universitarios, los escritores, los lectores, los hablantes de cualquier condición y pelaje, la mayoría de los cuales trabajan a destajo gratis o con sueldos exiguos. Nadie trata de asignar nada, a diferencia de los gestores de Radio Nacional de España –una entidad estatal, como lo es la RAE- empeñados en que adoptemos el neologismo «escuchantes» (en realidad es un calco del inglés «listeners») para que sea incorporado al inventario académico como una genialidad de sus promotores. Si nos da la real gana saltaremos por encima de él.

Analizando de cerca los objetivos fundacionales de tan prestigiosas instituciones como las Academias, da la impresión de que éstas ignoraban quienes son los verdaderos responsables de la variación histórica, cuáles son las causas de la permanencia, ocaso o extinción de las lenguas, el papel que ejercen en el desarrollo del lenguaje la demografía, las migraciones, la hegemonía cultural, política y sociológica de las capas más selectas de la sociedad y si algo puede alterar la imprevisibilidad de los volteos y los derroteros del idioma.Esas metas, afortunadamente, hace tiempo que se han desechado.

Nadie se plantea, supongo, encorsetar el esqueleto del idioma a partir de un objetivo concreto que no sea el equivalente al de un notario: reflejar el actual estado de las cosas, actividad que no justifica la existencia de un sanedrín filológico y legislativo. Y no es porque alguien no haya probado a describir el idioma de dentro de unos años o unos siglos –léase, para comprobarlo, Riddley Walker, de Russell Hoban-. Si se hubieran cumplido los deseos de algunos académicos de la vieja escuela, el español de hoy y el de mañana se quedarían estancados en Cervantes, el catalán en Ramon Llull y el gallego en Macías El Enamorado, amarrados al pretérito pluscuamperfecto.

Profesor titular de Filología Inglesa.Universitat de València.