Una cosa es la dialéctica embadurnada de retórica –en la que abundan los políticos para satisfacer a sus respectivas feligresías– y otra, muy distinta, los hechos. En una cosa acierta Mariano Rajoy y sus discípulos aventajados del PP, incluidos los capitanes con armas o sin ellas (léase Ricardo Costa o González Pons): la moción de censura de Benidorm no es análoga a las conveniadas en las minúsculas corresponsalías de los partidos nacionales lacradas de consignas.

En Benidorm no sólo hay un tránsfuga; hay trece. Uno del PP y doce del PSOE. Es un hecho insólito, cuyo mérito no reside tanto en el despropósito vulnerador de la higiene democrática como en el sorprendente número de indisciplinados ex socialistas por metro cuadrado. Son tránsfugas, los trece apóstoles, no testimoniales, sino fundacionales: pervierten la legitimidad del sistema y retienen sus actas de concejales. En contra de lo que opina Josep Torrent, el «mérito» de la moción de censura de Benidorm reside en ese carácter singular, en esa charlotada ignota que reduce el ámbito generalizador, sobre la cual han revoloteado los dirigentes del PP.

Más allá del juego político asaetado de manifestaciones públicas de unos y otros –del que se nutren los dirigentes para reconducir o hechizar al personal– el verdadero legado del episodio de Benidorm es el de la cantidad. La cantidad es básica en toda ley natural. No es lo mismo cazar una mosca que un elefante. Sobre eso hablan Rajoy y los demás y no sobre incumplimientos éticos, desviaciones políticas o moralidades fallidas.

Y sin embargo, la cultura de la izquierda que aún rodea al PSOE precisa de una calidad ética contrapuesta a la del legado conservador. Algunos vestigios aún quedan, previos a la claudicación definitiva: la expulsión de algún concejal. Pero también eso se va acabando.

El hecho de que el PSOE de Leire Pajín ­–cuya madre es una de las protagonistas de la peripecia, como si las epopeyas griegas quisieran regresar bajo el filtro del sainete– no haya exigido la devolución de las actas de los concejales, cimenta esos epílogos filiformes. El desfallecimiento del PSPV de Alarte al dar marcha atrás y no expedientar a los militantes fieles al Pajinato que han jaleado la moción de censura desafiando su autoridad no hace sino constatar su pasmosa debilidad y anunciar tambores de guerra. Blanco ha jugado aquí bien sus bazas: sale malparada Pajín, sale tocado (más) Alarte. La pugna Pajín/Alarte deparará muchos entreactos.

En todo caso, casi dos décadas después, Benidorm, que erigió como reina del transfuguismo a aquella solitaria, plúmbea y amortizada Maruja Sánchez al encaramarse a las anchas espaldas de Eduardo Zaplana, revive el episodio no como tragedia sino en un estallido multiplicador. Trece tránsfugas y el PP cobrando vida de nuevo, esta vez como mártir.