Me entero de que el ególatra Fernando Sánchez Dragó, otro que practica no el realismo mágico como Jorge Javier Vázquez sino el realismo sucio en televisión, presenta su nuevo ombligo, Dragolandia, metido en un ataúd, haciéndose el muerto. A Telemadrid le va a costar la broma de las trece entregas más de un millón de euros.

Me imagino a Esperanza Aguirre partiéndose el sujetador de la risa y mirando de soslayo al resto de televisiones, nacionales, regionales, municipales, y de barrio, por encima de sus ojillos, tan vivos y sandungueros, porque ella apuesta por la calidad y el intelecto mientras las demás se zambullen en el orgasmo pútrido de los iletrados.

Viajemos al sur de los sures, encontrémonos con Canal Sur, obviemos que el director general de la casa, Pablo Carrasco, cobra, según leo, el apaño de 139.000 euros, y de golpe, exhausto, nos topamos con Manuel Díaz, «El Cordobés», presentando un concurso. Podría ser peor, me dirán algunos andaluces, lo podría haber presen­tado María José Campanario, que no es torera ni nada por estilo, pero vive con uno de ellos, y más andaluz que un torero no hay ná de ná.

Total, que el señor Dragó, con las gafas a medio camino entre la miopía y los mocos, invita a su primer sermón a Mercedes Milá en lo que su mente retorcida ya ha visualizado como una encerrona porque el asunto de la noche, según veo en el vídeo que pasan los de Sé lo que hicisteis, será la telebasura. Gran tema. Pero a Mercedes, que a pesar de su delirante ocupación en los últimos años no deja de tener la impronta que siempre tuvo, se le enciende el bolo, abre los brazos,y casi envía al ideólogo de esas basurillas televisivas, en las que él mismo se enciende incienso y mirra, a Guadalix, a la casa de los desocupados más remunerados de este país.

Para que quede claro que Dragolandia quiere acabar con la telebasura, no sé si con la Merche presente en carne mortal o despedida por la puerta trasera, vemos al chamán con guantes duros de amianto y gafas de metacrilato de las que tapan hasta más allá de las sienes, es decir, una especie de Flipy pero sin el coñazo de Pablo Motos al lado. Y un martillo, un martillo para acabar con las pantallas que huelen a estiércol. Sí, lo hizo. Golpeó el cristal, que no se rompía ni a la de tres, como parte del ritual. El salvador, el iluminado, el intelectual que pretendía mane­jar símbolos, descendió al grosero pedernal de una prosa de patanes.

Para este gañán sin el más mínimo sentido del ridículo había muerto la telebasura rompiendo un monitor en blanco y negro, más antiguo que la tos, y había nacido la televisión excelsa con Dragolandia.

El mundo está lleno de cretinos, las pantallas forman parte del mundo, pero me quedo con los que van con su gilipollez por delante, sin tapujos, sin la estúpida argucia de adornar sus cagadas con unas payasadas que sólo sirven para lo que sirven, ser el hazmerreír en los programas de zapeo. Caras, muy caras en el caso de TeleEspe. Lo que pasa es que no sé por qué en este país hablar de dinero resulta tan molesto, hablar de las prebendas de los políticos de móvil, coche y comida gratis, y sueldos astronómicos, se califica como demagógico cuando debiera ser lo más normal porque ese sueldo sale del contribuyente.

En Andalucía se vive estos días un debate sobre el asqueroso estipendio que reciben gerentes de empresas municipales o alcaldes y concejales de distintos ayuntamien­tos, de un color y de otro, sobrepasando el sueldo del propio presidente de la Junta, José Antonio Griñán. Venga, llamémosle la palabrita, seamos demagogos.

A ver quién cojones es capaz de defender frente a una familia que recibe sólo 400 euros de mierda para vivir que un tipejo por muy eficaz que sea perciba entre nómina, extras por asistencia a reuniones y zarandajas que enervan, más de 16.000 euros del ala en el mismo mes. ¿De qué hablan los políticos y allegados cuando hablan de austeridad, a quién se refieren? ¿Por qué no es debate ni ocupa tres segundos en la chusma de sus trifulcas lo que ganan, por qué, desde los ayuntamientos al Congreso, hay un consenso sordo cuando deciden subirse el sueldo?

Vamos, vamos, sentenciaría moviendo los ojos y arrugando los la­bios Belén Esteban. Sé que estos argumentos tienen tanta solidez y credibilidad como la lista que a diario elabora el inquisitivo Risto Mejide. Ninguna. Que son rabietas de ciudadano furioso que jamás podría sentarse en una tertulia respetable donde estos asuntos se tratan con la debida prosopopeya, pero no con exabruptos de necio zoquete.

Pero también sé que a quienes hablamos en estos términos acodados en una mesa con los amigos nos hierve algo más que la sangre cuando nos enteramos de que la podredumbre llega hasta nobles instituciones como el Palau de la Música de Barcelona, donde el honorable responsable le da al sol menor con estafas millonarias. Si se veía venir. Los trajes de Francisco Camps son un juego de pringaos.

Pues nada, a vivir con una sonrisa en los labios, con energía positiva, leche, tal como dice cada día la andarina Mariló Montero, que con lo que trasiega de un sitio a otro del plató durante las tres horas de programa no es raro que el final de La mañana acabe con una pregunta que ya es de guerra. ¿Dónde está Antón? Antón es Antón López, el reportero más carismático del magacín, el que juega a dar pistas sobre el lugar donde se encuentra para que los colegas del estudio lo acierten. Pero si dice que está en una ciudad que erigió una estatua a Woody Allen, nene, galleguiño, córtate, que sólo te falta añadir que la O de Oviedo es la primera letra.

¿Jugará a estas ingenuidades la compleja arquitectura intelectual de Dragó, sabría responder a la pregunta ese concejal que no firma un papel si no se lleva a casa un fajo para echar el mes, estoy mezclando churras con merinas, me ha salido una columna pirata con pretensiones?

Pues la cierro como es debido, con la berrea a la que la otra tarde nos invitaba Pilar García en Espa­ña directo. Beeeee.