Una de las señales más definitorias de la falta de patriotismo –o apego, palabra menos trascendental- de los ciudadanos españoles es la idea que tienen de las calles, a quienes consideran un cubo de la basura o, en lenguaje tan políticamente correcto como cursi, un contenedor de residuos urbanos.

Se supone que en sus domicilios no vomitan toda la porquería que diseminan sobre las aceras y las calzadas. Los observadores civilizados de la condición humana, española, en este caso, se entristecen cuando, caminando, elaboran un inventario de todos los objetos y desperdicios desparramados en el asfalto.

El asunto es muy grave en sí mismo (la suciedad, la imagen lamentable y deprimente) y también metafóricamente, pues no es necesario haber estudiado en Salamanca, para colegir que quienes se comportan tan incivilmente (centenares de miles de supuestos ciudadanos) no aman ni su ciudad, ni su país. Vándalos, eso es lo que son.

Desde luego, el manido recurso de culpar a las autoridades más o menos competentes es pura demagogia. Y cuando los medios de comunicación se suman, de manera partidista (según quién gobierne) a la crítica institucional por no barrer y limpiar las calles, se equivocan de objetivo y de responsables.

Elemental, pues el primer policía que debe velar por la urbanidad, el respeto a sus convecinos y el orden –en el sentido más solidario y civilizado del término- son los vecinos responsables y no los policías uniformados o de paisano.

Verbigracia (esto puede parecer «fascista», porque en este país, el derecho a la convivencia tranquila y el descanso es «fascista»). En Suiza, si uno se ducha a las 22 horas, o si algunos mozalbetes o falleros –si los hubiere- impiden dormir hasta las tres o las cuatro de la madrugada, se llama a la policía, que llega a los diez minutos, y la fiesta se acaba.

Así de sencillo, práctico, efectivo y democrático. ¿O es más democrático y «anti autoritario» enfermar del sistema nervioso por las juergas de los estudiantes en las fincas urbanas, el ruido rock (el rock no es música, es un estruendo infernal, a ver si nos enteramos), el botellón, los pubs, las discotecas o los casales falleros? Ustedes dirán. La calle como cubo de la basura. ¿Y los perros, o mejor dicho, y los dueños de los perros? No consienten que se caguen, los perros, en sus casas, ni que se meen en el tresillo, el salón comedor o la galería. Por tanto, la solución a su egoísmo, insolidaridad y carencia de civismo, es sacarlos a la calle para que la asolen sembrando de «cagallons» y meadas todo el barrio y más allá, en treinta millas a la redonda.

Los propietarios de los perros imitan el «blitz» nazi sobre Londres durante la Segunda Guerra Mundial, pero sustituyen las bombas incendiarias por defecaciones y orines. Se les ve ufanos, seguros de sí mismos, a ver quién nos tose, orgullosos del chucho que va deponiendo a su libre albedrío, sin respetar siquiera la entrada de la biblioteca municipal del barrio. ¿Es esto normal y cívico? Ustedes dirán. ¿Por qué en vez de enamorarse de un perro no rellenan su vacío interior con un western de John Ford o una ópera ligera de Verdi?

Dejo para otro día la moda «bicicletera». Lo que empezó siendo la hipotética solución a un problema (el CO2, la capa de ozono –ya nadie habla de ella-, el agobiante parque automovilístico), se ha transformado en un peligro en sí mismo y en otra contribución más al caos de la circulación. ¿O no?