Parece que el esquema católico está bastante claro: existe un Iglesia triunfante (celebrada el día de Todos los Santos); otra purgante (la de los Fieles Difuntos), con pecadillos pendientes, y una tercera, militante, que es la que justo en estos días discierne sobre qué hacer con los difuntos inmediatos, y si es preferible darles tierra santa o darles fuego, y si, en este segundo caso, han de aventarse las cenizas hacia el Universo o han de recogerse en una capilla de ánimas, hoy llamadas preferiblemente columbarios. Esto de los «difuntos inmediatos» lo tomamos del antropólogo Marvin Harris, siempre fascinante y siempre materialista, y que distingue diversas prácticas entre los pueblos. Unos, como los Washos de California y Nevada, se deshacen del muerto a toda costa, y queman todo lo suyo, y con sigilo mueven su campamento lejos de sus restos, por considerarlo furiosamente irritado al haber perdido su cuerpo. Otros, caso de los Dobuanos del Pacífico Sur, conservan el cráneo pelado del difunto en sus chozas, para legitimar sus derechos hereditarios sobre tierras y bienes, al tiempo que adoran su calavera y le ofrecen alimento y bebida, implorando su protección.

Así, o el difunto se funde con el Cosmos y desaparece o se queda dentro de casa, como un fetiche.

Antes de proseguir relataré una experiencia personal. Cuando falleció mi madre y la familia recibió el recipiente con las cenizas, el encargado de la funeraria nos explicó muy amablemente el proceso de incineración, que dura varias horas, pero deja fragmentos de huesos calcinados en el horno, los cuales son después triturados hasta la obtención del polvo final.

Entonces recordé aquel texto del profeta Ezequiel, cuando es conducido a un valle lleno de huesos calcinados. Y «el Señor dice a esos huesos: Yo os voy a infundir espíritu para que reviváis. Os injertaré tendones, os haré criar carne; tensaré sobre vosotros la piel y os infundiré espíritu para que reviváis, (...) y los huesos se ensamblaron, hueso con hueso».

Tras las exequias de mi madre volví sobre la descripción de aquel proceso industrial de cremación y de trituración de los huesos calcinados, que no me había causado ningún entusiasmo. No esparcimos sus cenizas en ninguna parte, sino que reposan en la capilla de ánimas de la iglesia de San Juan de Amandi.

Somos polvo de estrellas. Cada uno de nuestros átomos existe desde los primeros minutos de formación del Universo, hace 15.000 millones de años, porque nada de materia se ha creado o destruido desde entonces. Y cada uno de nuestros átomos volverá a ser masa indiferenciada del Universo.

Pero el esparcimiento de las cenizas siempre me ha parecido precipitar tal proceso cósmico. Por ello prefiero una diferenciación cautelar de mis restos con respecto al resto de la materia, y en algún lugar silencioso y recogido, y tal vez santo. Valga Quevedo para el caso: un puñado «de polvo enamorado» que tal vez tendrá algún sentido.