Esta última semana conocí a una persona muy especial. Es un valenciano de Foios que vive en Barcelona y es una personalidad muy respetada en la izquierda. Vino a echar una mano en un par de iniciativas civiles y, al final, fue él quien requirió ayuda. Había sufrido un ataque al corazón en el mejor sitio posible, si es que hay un buen lugar para algo así: ante el mostrador de urgencias del dispensario de su pueblo. Momentos antes me había dicho al teléfono: «sent un dolor al pit». Ni idea de que pudiera ser tan serio, claro.

Cuando vi de cerca a Àngel –se llama así– le calculé la misma edad que un amigo periodista con el corazón igualmente vulnerado, pero luego resultó que era algo mayor: la casualidad no teje (o quizás sí), pero pone el cañamazo. Al día siguiente, enterado del caso, fui a verle al Clínico, es lo menos que podía hacer por quien se había mostrado tan disponible. Las enfermeras ya le habían retirado las cuatro rosas rojas que le había traído un joven amigo y los cirujanos le habían desatascado la arteria con un muelle. Y charlé con este hijo de poeta valenciano exiliado, bachiller por París. «Les persones que fem tantes coses, estem convençuts que els atacs al cor són cosa dels altres.» En efecto, los que hacen poco deben de pensar lo mismo, y quizás con más motivo, pero está claro que semejante peripecia no estaba ni contemplada en los cálculos de riesgo de una persona que con setenta años o casi tiene un pecho de barrica de roble y una cabeza blindada por un pelo blanco pero intacto.

Nunca tuve un vislumbre tan preciso de la sacralidad de la vida como cuando mi tío Pepe dijo mientras agonizaba: «¡Qué curt ha sigut açò!» Ahora caminando por Benimaclet me he encontrado con un anciano que se apoyaba para caminar en dos garrotas. Se ha encontrado con un amigo y le ha gritado desde la otra acera: «¡Te echo una carrera!» Cada momento de vida posible contiene toda posibilidad de vida vivida o imaginada. Me acerco a estos misterios como un soldado griego a Delfos.