En la época de Franco existían los comedores de las Hermandades del Trabajo. En ellos, por un precio muy moderado, comían aquellas personas más o menos afectas al Régimen, o no. Mis primeros suegros me llevaron a uno de ellos para conmemorar un 18 de julio. Estaba en la plaza del Negrito de Valencia .Ese día hubo un menú especial, de fiesta victoriosa. De primero, ensalada ilustrada. Se componía de dos páginas de Balmes, un artículo de Ramiro Ledesma Ramos, una homilía del nuncio Tedeschini, y la histórica frase del discurso de José Solís Ruiz, Delegado Nacional de Sindicatos, en tierras catalanas: «¡El sindicalismo ya habló en Tarragona!». Al aliño le sobraba vinagre.

De segundo, los huevos de España, una receta del libro del cocinero franquista José Sarrau (Nuestra cocina), autor también de las pechugas de ave Carmen Polo de Franco, o del consomé Generalísimo Franco. A continuación, un sindicalista/camarero nos puso un manjar exclusivo, el pollo salteado Dulcinea. El postre fue la copa Primo de Rivera, helado de vainilla cubierto con salsa de fresa y huevo hilado. Después de esta opíparo almuerzo, emitimos los reglamentarios gritos de rigor.

Por su parte, la burguesía, la oligarquía, las jerarquías, tanto civiles como militares, los estraperlistas y la aristocracia, frecuentaban restaurantes como Jockey y Horcher, éste sede permanente, y gastronómica, de contubernio e intercambio de informaciones de los espías nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Fue inaugurado en 1943, cuando Gustaw Horcher, cuyo restaurante homónimo de Berlín era el preferido de los jerarcas nazis (Goering, Goebbels, etcétera), intuyendo que Hitler iba a perder la guerra, se refugió en Madrid, por si las moscas, al calor del franquismo.

Someramente, pues, los restaurantes han sido siempre el parlamento paralelo de los políticos, el lugar de las conspiraciones, los pactos, las chorizadas y donde relajarse de la fatigante tarea que los aqueja a diario, hasta que se jubilan –muy pronto- con cargo a los honrados contribuyentes de a pie. Pero, ¡ah, qué tiempos aquellos de la transición política, cuando los restaurantes eran un hervidero de políticos de todos los colores, comiendo a mansalva y, generalmente, cargando las facturas al partido o no se sabe a quién! Los he visto a todos (todavía los veo): socialistas («a mí, lubinamismo»); nacionalistas; peperos; o sindicalistas (Cándido Méndez es un recordman mundial de la ingesta de marisco, como antaño el entrañable Vicente Martínez Marco, de UV: ¿recuerdan sus apoteósicas mariscaes?).

Probablemente, el fracaso del comedor de las Corts, tema de dramática actualidad, se debe a que los políticos y parlamentarios no se encuentran a gusto en ese restaurante institucional. Les evoca los comedores de las Hermandades del Trabajo –aunque jamás comieron en ellos-, el menú obrero de la SEAT, o los refectorios de los conventos (Marcelino, pan y vino), cuyo chef era siempre un hermano lego. Ellos quieren salir a la calle, cegarse con la luz del día, huir de la sede parlamentaria y del papeleo, sentarse a la mesa de un restaurante, pedir según sus gustos (los hay que se consideran gourmets) y beber un orujito o un gin tonic. Es comprensible. No quieren parecer funcionarios del Estado, lo que son, ni burócratas, sino ciudadanos.

Finalmente, les anuncio que he patentado el nombre de un bocadillo. Se llama Tripartito, y consta de chorizo, longaniza y morcilla de cebolla. Esto es todo.