Decía Robert Walser que uno es pobre de verdad cuando ha de ir a la escuela con la chaqueta rota. Escribía eso en 1904, cuando era poco más que un adolescente y todavía no se había vuelto loco. No sé si ahora podríamos decir que uno es pobre de verdad cuando en vez de ir a escuelas decentes recibe las clases en barracones como los que habitaban los buscadores de oro en las montañas de Alaska. Seguramente podríamos decir eso y tendríamos razón. Al fin y al cabo el gobierno de la Generalitat se gasta los dineros en lo que quiere y hace tiempo que decidió gastárselos en barcos y autos de lujo en vez de mirar cuál es el paisaje desolador que se va generando por sus alrededores. Les da igual, a los gobiernos de Camps y Rita Barberá, que convivan con una impunidad que apesta los rugidos agresivos de los motores millonarios y el ricrac incesante de las ratas mordiendo las madrugadas de los barrios sombríos que dibujan el mapa de las periferias urbanas.

Pero no pasa eso sólo en las ciudades. En mi tierra, tan lejos del bramido que atruena las cercanías del puerto de Valencia en los días de fanfarria, hay una tradición atávica de abandono incalculable. Ahora con el PP y antes con los gobiernos socialistas hemos pagado caro ser lo que somos: una comarca con pocos votos. Ésa es la clave. No hay manera de que la Serranía sea en el plano siempre incompleto del progreso algo más que una cagadita de mosca, el punto insignificante que ni pincha ni corta a la hora de repartir lo que a cada uno le toca para no tener que ir a la escuela con la chaqueta rota. Por no haber, ya casi no hay en mi tierra escuelas ni quien las abra cada día para enseñar a los críos cómo va el mundo fuera de la pantalla del televisor.

Cuando aquella mierda de posguerra, la gente iba de un pueblo a otro andando o en carro. Luego llegaron los primeros y escasos camiones y unos autobuses que tardaban en llegar a Valencia más que los barcos que llevaban a Concha Piquer a cantar en las Américas. Entre aquellos autobuses estaba La Chelvana. Recorría los pueblos de la Serranía desde Valencia hasta Ademuz y su imagen de hojalata blanca se convirtió en una referencia entrañable como lo fueron para el viejo Oeste las diligencias que siempre se salvaban de los ataques indios porque iban custodiadas por John Wayne. Pero un día el servicio de autobuses cayó en picado. Primero fue la privatización del transporte público y enseguida la reducción de sus horarios hasta límites de subdesarrollo. Y así seguimos. A ese cambio también se sumó La Chelvana. Somos muchos pueblos y muy distantes unos de otros. La gente de Alpuente, Aras de los Olmos, Andilla, Higueruelas, La Yesa y Titaguas tiene todo el derecho del mundo a que se tiendan puentes entre esos pueblos y los otros de la Serranía y el Rincón de Ademuz hasta Valencia. Y ese derecho es el que ahora, según contaba Levante-EMV hace unos días, se borra de su ya mermado servicio de transporte. Casi nadie podrá viajar usando ese servicio, ya que ha disminuido su horario hasta extremos que casi lo convierten en inexistente. Al perro flaco se lo comen las pulgas.

Desde la Generalitat no sé qué hacen: parece que poco. Los de la empresa esgrimen escasa rentabilidad. Y en medio está la mirada de una gente, una mirada que es una mezcla de rabia y de impotencia. Algo habrá que hacer, si no arreglan la cosa los del gobierno y la empresa, para que no sean siempre los mismos quienes tengan que fregar los platos sucios de eso que con engolada grandilocuencia llaman progreso o algo parecido. Ser pobre es en mi tierra no tener escuelas adonde ir ni siquiera con una chaqueta recién comprada. Y también quedarte esperando La Chelvana días enteros antes de sentir su traqueteo tan antiguo y entrañable rodar por los montes de la Serranía. Algo habrá que hacer para impedir esa desgracia permanente que nos aqueja, ¿no? Algo habrá que hacer. Algo.