El liderazgo de la Iglesia católica española vive desde la restauración de la democracia el período más oscuro y nefasto. Salvo raras excepciones, el episcopado español ha destacado por su mediocridad en el ámbito europeo. Lamentablemente, para los complejos tiempos actuales, no tenemos un Tarancón, como en aquellos días, también difíciles. Una cierta prepotencia y una solapada nostalgia apunta la Iglesia institucional en su comportamiento público. Camino y Reig Pla son el paradigma de este tipo de actitudes.

Menos mal que se quitaron el vocero de la radio. Pero la imagen de nuestra Iglesia, con este monseñor portavoz de la Conferencia Episcopal, no ofrece ni la palabra ni el estilo que nos gustaría escuchar. Habitualmente las declaraciones denotan un absolutismo tan contundente que no dejan espacio a la libertad evangélica y paulina. Incluso la imagen del emisario espanta a muchos cristianos sencillos que desean un rostro más misericordioso y un lenguaje más abierto. Creemos que muchos hermanos suyos en el Episcopado —y conozco algunos— no comparten sus puntos de vista «talibanidades». La Iglesia en el debate público propone su oferta de fe, sin imponerla. En un mundo plural y democrático, la Iglesia debe aportar su perspectiva en aquellos temas que le atañen, pero nunca condenar o demonizar. Ni tampoco sustituir la conciencia de cada uno.

Por otro lado, Reig Pla, obispo de la insigne ciudad universitaria de Alcalá, en nombre de una pretendida presencia pastoral ha metido la pata una vez más. Sin duda su afán de protagonismo le pierde. La excusa de no tener conocimiento del «montaje» de Paracuellos del Jarama es poco creíble. Mucha gente puede entender la incomodidad de muchos obispos en este período político. Pero esto no justifica actuaciones episcopales ambiguas. No es de recibo alinearse con el pasado reciente más oscuro de nuestra Iglesia católica. El nacionalcatolicismo debería estar sólo en los manuales de nuestra historia y punto. ¿Acaso monseñor Reig desea volver a esa etapa? ¿Se acuerda cuando multaban a la gente por trabajar los domingos en sus propios campos? Menos mal que durante la época de las cosechas, la Iglesia les daba permiso. Y ¿quién presentaba las ternas para los obispos? ¿Se necesitaba la fe del bautismo para acceder a un puesto público? ¡Qué tiempos, verdad, Juan Antonio!

Los cristianos intentamos vivir en el día a día una tensa, crítica y fecunda comunión con nuestros obispos. Construir la Iglesia significa, también, manifestar desde nuestra libertad lo que nos parecen incoherencias y veleidades. La no tan solapada alienación política partidista de algunos purpurados daña la imagen de una Iglesia, que es comunión. Esperemos que el Adviento nos purifique a todos.

Profesor en la UNED