Decía Oscar Wilde que "la seriedad es el único refugio de los superficiales". Y es verdad, tras gestos adustos, frases altisonantes y rostros pétreos, se esconde no pocas veces la inanidad del parlante, su vacuidad más absoluta, la desvergüenza del decir lo blanco y lo negro en una sola oración (simple), sin alterar ni un ápice la compostura estudiada. La dicotomía entre el pensar y el decir. El habla ajustada a los deseos del dador y a al beneficio inmediato o mediatamente al alcance del orador estúpido cuyo discurso en la suma absoluta de la estulticia.

No. No se preocupen que no voy a divagar y parecerme a quien critico. Cierto es que la ironía que hasta ahora he utilizado, se va a convertir, como por arte de magia, en venablo que ofenda a los receptores del endilgo, pues pesada es para ellos la labor, los cuales, no dudarán en adjudicarme epítetos variados. Pero, que sepan, si son capaces de saber y entender fuera de los mandatos y normas que disciplinan su cacumen, ajustado y armado en el designio trajeado de balde (tal vez sí o tal vez no), que lo único que me ofendería es ser tachado de bruto, de filisteo por filisteos cuyo amor por el saber es menor que el que sienten ciertos diputados por el arte de la tauromaquia. Y es que tanto montaje y teatro, cuanto ofensa exacerbada y lastimera a la par que falsa, ya me molesta. Intento de engaño colectivo que es mofa de quien lo ampara y propaga, degradación de su escuálido ser. Simplicidad absoluta y vulgaridad que repele.

El Plan Cabañal es un monstruo auspiciado en las entrañas insaciables del urbanismo depredador valenciano, mil veces castigado más allá de los Pirineos, es decir, en Europa, fruto de una forma de entender "la tierra para el que la trabaja" muy castiza en el trozo de la piel de toro que nos bordea entre Castellón y Alicante, gusano que quiere carcomer un barrio entero, deglutirlo para atravesarlo cual lanza venenosa bien repleta de edificaciones que rozan el cielo y una vez convenientemente puestos en ruina los hogares amenazados por la modernidad que empacha algunos bolsillos conocidos y colma otros ocultos. El Plan Cabañal es la última de las heroicidades del gobierno valenciano, más independentista que Simón Bolívar aunque proclame su amor a España entre dientes de hiena y que no duda en defender "Valencia", la patria herida, ante la España perdida que reputan ajena cuando de dinero se trata. La afectación de la tradición, de lo valenciano, de las más puras esencias de lo "nuestro" para este gobierno, cuya vergüenza no es muy superior a la de cualquier otro de la celtiberia, es sinónimo de cemento, hormigón, planazo urbanístico y beneficio empresarial. Lo otro, la salud, la alegría, el trabajo y la educación de los infantes, son cuestiones foráneas, ajenas a la felicidad mediterránea que, parecen decir, reside en el maná que llueve a raudales por la gracia, siempre agradecida, de quienes están dispuestos a proveer lo necesario y lo suntuario o, si no lo están, razones no han de faltarles: basta con una admonición hacia el futuro.

¡Viva la nación valenciana!. Viva España mientras respete el cemento valenciano, los trajes valencianos, el chino mandarín y Juán Cotino defendiendo El Cabañal tras un cónclave donde Camps, como siempre bien vestido y sus "ministros" al unísono, cual plañideras lloraron por la intromisión del gobierno, de su Ministra de cultura (cultura es palabra soez y peligrosa que causa pavor y molestias solo nombrarla) prohibiendo un plan demoledor. Porque prohibir la muerte de El Cabañal no es un acto legítimo de España, sino un dardo envenenado a nuestra identidad. España se entromete y España, esa a la que tantas veces se alude en banderas ondeantes que humedecen las pupilas, no vale ni siquiera un silencio cuando osa intervenir en lo consustancial a esta tierra, en la voluntad de quienes la rigen y dirigen, con frases altisonantes, mientras mengua nuestro porvenir, los destinos universales de Valencia, que son el ladrillo y los fastos.

Por eso, porque están defendiendo la esencia pura de la nación valenciana, con rapidez inusitada, con la valentía que caracteriza a los valientes que luchan por la libertad de un pueblo que se siente herido en su identidad, paren una norma, en la barricada elevada frente al invasor español, para preservar la independencia. ¡Viva Valencia!. ¡Viva El Cabañal troceado, malherido, fracturado. Signo de libertad, símbolo del inicio de la liberación de la nación valenciana!. Y que entren las máquinas a engullir casas abandonadas en un enclave con futuro, con precio inasequible para esa parte de los valencianos obligados a emigrar a España, la nuestra, pero distinta de la de ellos.

La seriedad, termino, es el refugio de los superficiales. Y créanme cuando les digo que la superficialidad más absoluta se esconde tras proclamas tan absurdas como las que residencian Valencia, nuestra libertad, nuestra independencia e identidad como pueblo en el Plan para El Cabañal. Tanta inanidad puede ser creída solo por quienes están dispuestos a creerse cualquier cosa. Pero, cuando uno es mayor, pone en duda los discursos pronunciados con exaltación patriotera por quienes tienen patrias tan prosaicas, que se cuentan y miden. Rehuir de la estupidez y la miseria intelectual es obligado.

Nota: Fuera ya de lo dicho, el Decreto ley de la Generalidad parece ilegal, opuesto al cumplimiento de una sentencia firme y ajeno a sus competencias. Y, en todo caso, una norma de caso único, típicamente propia de los regímenes dictatoriales.

*José María Asencio Mellado es catedrático de Derecho Procesal de la Universidad de Alicante