Las carreteras están llenas de coches. Para eso se construyen. Y también para que se forre más de un desaprensivo con los sobrecostes. Hace poco realizaba un viaje largo y al cabo de un rato empecé a sentir algo parecido a la ansiedad. No sabía por qué pero poco a poco lo fui averiguando. Se lo cuento a ustedes por si alguna vez les ha pasado lo mismo o algo parecido. Intento portarme bien cuando conduzco. Una vez me multaron. Iba unos cuantos kilómetros más aprisa de la cuenta. No muchos. Los suficientes para la multa. Desde entonces dije que no me pillarían más. Salvo algún ligero descuido al que todos estamos expuestos, me dije que nunca más, como en aquello del chapapote de Rajoy y sus hilillos de mierda pegajosa.

Lo que me provocaba la ansiedad era una cosa muy sencilla: me pasaba todo el camino mirando el cuentakilómetros. Para no saltarme una raya, ni una sola, de la velocidad permitida: sobre todo en los tramos en que se amontonaban las señales que limitan la velocidad. En unos cuantos metros se juntaban una señal de cien, otra de ochenta, otra de sesenta. Y después las obras: y más señales en rojo y amarillo. Y enseguida los paneles electrónicos donde dicen que si no te pones el cinturón te puedes matar y una vez muerto te quitan no sé cuántos puntos. Y más letreros electrónicos: que no corras porque así salvas vidas. Y más sobre el móvil y la precaución obligada cuando llueve. Y más todavía: un cartel te avisa de que hay un radar cerca. Como vas correctamente no te preocupas, pero te viene a la cabeza que hay radares que no avisan. Entonces, inconscientemente, te pones a mirar por las orillas a ver dónde leches estarán emboscados los guardias con sus bazookas de alta precisión.

No me caen bien los guardias emboscados. Una vez me paré a preguntarles por qué se escondían con sus autos para multar por la espalda. Y uno de ellos se sinceró: dijo que me entendía. Y me contó que una vez le pasó algo horrible: venía un coche hacia ellos, al verlos frenó de repente y una moto que iba detrás se estrelló contra el auto y se mató el conductor. Tal como se lo cuento a ustedes me lo contó aquel guardia en un viaje a Pamplona. No me gustan, pues, los emboscados. Me los imagino, cuando cazan a alguien, dando saltos de alegría y golpeándose las palmas de una mano como los jugadores de baloncesto: ¡blanco! Al final de todo esto uno se pregunta por qué tantas señales, por qué no las ponen en los sitios donde de verdad hacen falta, por qué no se dan cuenta de que quien conduce un coche no se puede pasar el tiempo mirando obsesivamente el cuentakilómetros, los mil paneles que cruzan la carretera, el millón de placas puestas en fila india en unos cuantos metros.

El objetivo de las reglas de tráfico es evitar accidentes. Pero ese objetivo se ve enrarecido demasiadas veces por una sospecha: las ganas que tienen las autoridades —y disculpen ustedes el sarcasmo— de vaciarle los bolsillos a quien no se mata en la carretera. No defiendo, faltaría más, a esos canallas que convierten su auto en un bólido asesino circulen por donde circulen (por cierto, qué admirable la actitud de Antonio Cáceres, el padre de Jénifer, la joven ciclista que murió hace unos días arrollada por un auto en la Avenida Blasco Ibáñez de Valencia: en palabras dichas a este periódico hacía un sereno llamamiento a la conducción responsable de los automovilistas). A esos canallas, pues, duro con la ley. Pero veo en las iniciativas de aquellas autoridades el mismo interés en evitar los accidentes de tráfico que en recaudar a manos llenas el dinero que deberían obtener por otros procedimientos menos tramposos. Conducir después de haber bebido lo indebido es una temeridad y un riesgo para todos, un delito. Subirte a un auto cuando estás bien y que te entre enseguida la angustia del cuentakilómetros, los paneles electrónicos, las señales cazarecompensas y los guardias emboscados empieza a ser lo mismo: una temeridad y un riesgo para todos. ¿O no?