No conocía a nadie que odiara las puestas de sol y los amaneceres hasta que ayer mismo, mientras me tomaba el gin tonic de media tarde sin meterme con nadie, un chico joven comenzó a despotricar de estos fenómenos naturales en la mesa de al lado. El chico, que había pedido una Coca Cola, estaba con su madre, que daba cuenta parsimoniosamente de un sándwich de jamón y queso mientras escuchaba con paciencia las imprecaciones de su vástago.

-Si es que no hay quien se crea una puesta de sol, por favor —decía en ese instante, como haciendo responsable de ellas a su madre.

-¿Es eso lo que os enseñan en Bellas Artes, que las puestas de sol son feas?

-No es que sean feas, mamá, es que son retóricas e inverosímiles, igual que los amaneceres.

-¿Y las auroras boreales?

-No tengo ni idea de lo que es una aurora boreal —respondía el hijo—. ¿Y tú?

La madre se quedó un poco desconcertada. Al fin dijo:

-No sé, creo que es una luz que aparece en el Polo Norte.

-Una luz que aparece en el Polo Norte. ¿No podrías ser más precisa?

-Pues no, hijo, ¿seguro que no quieres un sándwich?

-Seguro, mamá, no seas pesada.

Aunque la conversación era rara, los personajes eran normales. Quiero decir que el chico parecía un hijo y la mujer una madre. Me pregunté qué parecía yo, escuchando aquella conversación ajena, y no supe qué responderme. En todo caso, me sentía más cerca de él que de ella. Los amaneceres y las puestas de sol son una peste. A la gente le encanta fotografiarlos por eso mismo, porque son basura, como los programas de éxito de la tele. En cuanto a las auroras boreales, por las fotografías que he visto, son también vomitivas.

-La naturaleza es muy hortera —aseveró en ese momento el chico, como leyéndome el pensamiento.

-Lo que tú digas, hijo—respondió la madre, y pidió un gin tonic.