He ido salpimentando estas columnas con comentarios sobre Las mañanas de Cuatro, que lleva presentando unas temporadas Concha García Campoy, una mujer que tiene, no sé habrá que ir diciendo tenía, un prestigio indiscutible y, sobre todo, una credibilidad asentada por hacer un periodismo sin matices. Pero desde que comenzó esta temporada, asusta. ¿Qué le pasa a Concha García Campoy? O mejor. ¿Qué le pasa a Cuatro? A ver si la estupenda periodista piensa que por haber suprimido del sumario la sección del tomatito ha subido peldaños en eso tan intangible, pero tan notorio cuando algo no la tiene, como la calidad. Supongamos que a la hora en que sale a escena la gran Concha García Campoy usted puede estar delante de la tele. Si es así, es que puede estar delante de Ana Rosa Quintana —cuidado, que se le puede escapar una escarpia de la melena cardada y le avía un ojo—, delante de Mariló Montero —cuidado, que se le puede escapar una teta y le puede poner un ojo mirando a Cuenca—, o puede estar delante de la cada vez más demediada Susana Griso —cuidado, que esos labios de esparto fondón escupen la salivilla que no pueden retener por mor de una pronunciación espantosa, o al revés, pero cuidado—. Por tanto, supongamos que a la hora en que sale a escena la gran Concha García Campoy para representar la función Las mañanas de Cuatro usted puede estar delante de la tele y, libre que es, la elige a ella. Si es la primera vez, cuidado.

Ella sale de lo más normal, es decir, monísima, con los arreos de vestuario que le ponen, con chaquetillas, con camisas, con jerséis muy modernos, como ella, una mujer avanzada de su tiempo, pero cuidado, de golpe, detrás de la sonrisa amable y de su voz bien modulada, habita la bruja de la escoba, el otro yo de Íker Jiménez, la mujer del saco, la vecina que siempre saluda con educación pero en casa se vuelvo loca y se agarra a la sierra mecánica para destripar a los bichos o, lasciva, se pirra por una historia de charcutería sexual.

Por ejemplo, no le extrañe que nos invite a ver un reportaje inocuo, obvio, trillado, pero razonable y lógico en fechas falleras, y no le extrañe que el jovenzuelo reportero se curre los tres minutos que tiene para contar la historia, e incluso caiga en la pregunta tonta al artista fallero Jordi Palanca si no le da repelús hacer los ninots para luego quemarlos, no le importe nada de eso, no le importe que se rellenen esos tres minutos con morralla reporteril que se podía haber ahorrado tirando de archivo, no le importe, disfrute la visita guiada por el pequeño taller donde la actividad es incesante, pero atención, cuidado, que Concha ha empezado la transformación, comienza a salivar, y ya no hay quien la pare.

A su lado, como dos pájaros de mal agüero, se sientan sus ayudantes de laboratorio. Su aspecto también es homologado. Traje, corbata, ya saben. Son Ángel Moya y Alfonso Egea. Pero a partir de esa imagen, el descenso a las pútridas pocilgas de la cochambre informativa ya no tiene remedio. Es más, impacientes, poniendo cebos para que nadie crea que lo de las fallas, los apagones de luz, o el chisme de que el fervoroso evangélico Kaká, el futbolista de Dios, encuentre en su mujer, Caroline Celico, su gran defensora llamando cobarde a Pellegrini por sacar al campo a Raúl en vez de a su marido, es lo que les importa, qué va. Cuidado, cuidado porque mientras vemos al pintor en el taller fallero se puede escapar un lingotazo de semen que te arruina el vermú.

Experta en orgías y meretrices

El trío La la la va a lo que va, y por eso mientras vemos el ninot de Obama y Zapatero, un cintillo en forma de bucle recorre la parte baja recordando que ya mismo entrarán en faena con la historia de la escuela grancanaria de kárate donde decían que «las felaciones son buenas para los karatecas». Lo llamativo del caso García Campoy es que se mueve con soltura en el caso de las orgías karatecas, lo llamativo del caso García Campoy es que sea una experta en el caso de Marta del Castillo, que no haya puta de polígono que escape a su interés, ni puta de exquisitas esquinas millonarias que se le resistan, ni sordidez de extrarradio que no huela a distancia, lo llamativo del caso García Campoy es que nos venda muy seria la burra desdentada y sensacionalista del periodismo más rastrero como periodismo de alta investigación, que nos venda el morbo más descarado, con chapuceras armas de cámara oculta, como grandes exclusivas fruto de un equipo de profesionales desvelados por la llamada del rigor, la decencia y la credibilidad.

Algo parecido intentó Mercedes Milá al principio de Gran Hermano, cuando trataba de justificar ella misma ante ella misma su inevitable descrédito echando mano de palabras solemnes para dulcificar los sacos de mierda que se le caían encima, queriendo que desviáramos la mirada y en vez de fijarnos en la ruindad, vulgaridad, ordinariez, y repugnancia de los patanes reunidos y amparados bajo el brillo del prestigio de su manto protector tuviéramos la sensación de asistir en directo a una investigación sociológica de primer nivel.

Con doña Concha, igual. Su prestigio, al servicio de la inmundicia periodística. Aunque se rebele y digan lo contrario. Desde que María Teresa Campos dejó de querer ser María Teresa Campos parece más a gusto siendo María Teresa Campos, o bien porque en Telerroña le han hecho ver a hostias que la tienen porque Carmen Sevilla acabará sus días en La 1, o bien porque José Manuel Parada la ha convencido para que no sea tonta y haga de ¡Qué tiempo tan feliz! una copla de barrio a su medida, ese periodismo despatarrado y popular que tan bien sabe hacer. Y no pasa nada. Lo peor es la engañifa. La sensación de estafa. El llenar la pantalla de chicas en bragas y sostén, mal iluminadas en burdeles de carretera, hablar de redes de proxenetas, escribir lo que dicen en la parte baja para dar sensación de riesgo, de reporterismo extremo, de periodismo al límite.

Y así cada día. Hagan la prueba. Las putas son el tema. Y aburre. Luego se quita la bata de gran dama de los sucesos, los guantes de bregar con penes y vaginas ajenos, se atusa el flequillo y modera la tertulia política para cerrar la función. El periodismo de burdel se lava la cara y da paso a otra cosa. Mariposa.

Indiferencia

Ha hecho bien el Instituto de la Mujer enfadándose con Telestiércol por exhibir en I love Escassi una imagen denigrante de las mujeres. Querido Instituto, también de los hombres. En esa yeguada todo es denigrante. Mercancía. Pero ese enfado se lo pasa la cadena por el forro. Otra cosa es la indiferencia de la audiencia. Pasa del jinete, de las jineteras, y de Joaquín Prat. Relegados a la madrugada. Eso duele. ¿Mentienden?