Sé de quien me he fiado» —Scio cui credidi—. Estas palabras de San Pablo son las que escogió Don Rafael Sanus como lema para su ministerio episcopal; son también las palabras que mejor describen —desde mi punto de vista— su personalidad, y las que mejor explican lo que él quiso como razón cabal de su actuación.

Conocí a Don Rafael en mi etapa de Seminario y como estudiante en la Facultad, en la que él explicaba como disciplina la virtud de la fe. Era un buen profesor, un estupendo pedagogo, un maestro. Lo que explicaba no era para él sólo una materia curricular: fue después el lema de su episcopado. Nos inculcó, a sus alumnos, a estar siempre preparados «para dar razón de la esperanza al que la pida», porque —insistía en ello— «la fe busca inteligencia», no es cuestión sólo de afectos, sino también de razón. Creo yo que quería inculcarnos el valor de la belleza de la fe.

Don Rafael tenía, como suele decirse, una cabeza «bien amueblada» que orientó al principio hacia los estudios de Derecho civil, y luego a los de Filosofía y Teología. Casi toda su actividad sacerdotal estuvo relacionada con esa «buena cabeza», como director del Colegio Mayor San Juan de Ribera de Burjassot, como rector del Seminario, como colegial perpetuo y rector, también, del Colegio Seminario de Corpus Christi (Patriarca), y finalmente como vicario general, obispo auxiliar y administrador diocesano durante la sede vacante tras la muerte del Arzobispo Roca.

En estos distintos lugares y tareas destacó su relación con los sacerdotes: estrecha, cordial y paterna. Muchos aprendieron y ejercieron con él la confianza. Me consta directamente que, siendo obispo auxiliar y administrador de la Archidiócesis, tenía dicho que en su despacho «entrara tot el món i especialment els capellans». Es lugar común que, con él, cada uno se sentía valorado, como ante un verdadero maestro y un padre.

Destacaron en él su capacidad de trabajo y esfuerzo, que hubo de desarrollar desde edad bien temprana; el buen humor; la sabiduría en el discernimiento de las cosas más delicadas —era un verdadero «sabio»—, y el aplomo, la serenidad, para encarar los retos; su mentalidad acogedora, abierta a todos y a todo —«soc bisbe de tots», decía—; su humanidad, y su amor a las cosas de aquí: de su tierra y de su gente. Todo ello con los rasgos propios de un hombre de Dios.

En lo humano, los valencianos hemos perdido un referente, un puntal; en lo eterno, ganamos su ejemplo y —creo yo— un intercesor. Descanse en paz.