Hasta Maruja Torres, que posee una lengua tan alegre y peligrosa como un zarcillo de azúcar y arsénico, se ha tenido que poner seria para recordarles a los padres de la patria que sus choques dialécticos, su impaciencia por heredar, su esgrima floreada, es un combate simbólico que se escenifica en el Parlamento y en otros ámbitos de camorra, pero que las patadas en el culo o incluso en los mismísimos, las recibe la gente, el pueblo que llaman soberano, aunque luego se haga lo que digan frau Merkel y sus contables, homólogos alemanes del PP español. Parece que José Sócrates, el jefe de gobierno portugués, ha logrado el apoyo de su oposición para las medidas de austeridad, y eso que ganó las elecciones tan ajustadamente como Zapatero. Y no veo que Sócrates, pese al nombre, sea un sabio griego (ya no hay sabios ni en Grecia) y el de León, un tarambana. Que el Senado, cuyo nombre significa asamblea de ancianos, se escinda en dos bloques de hooligans coreando los unos una consigna y los otros aplaudiendo, resulta bastante deprimente. Celebro que en la edad prostática sus señorías muestren tanto vigor, pero constato que nos puede el resorte de facción, la defensa mancomunada de la olla familiar, el espíritu de camisola.

La última fue una semana horrible para Zapatero, lo mismo que para nuestro amado líder, aunque por motivos bien diferentes; menos mal que el nuevo director del MuVIM, Javier Varela, promete amenizarnos la velada con la interpretación de nuestro bonito Himno Regional. Sospecho que la consigna es dejar solo al presidente para que se cueza en las microondas de nuestro miedo general. Y eso puede ocurrir y no sería ninguna tragedia: el drama de verdad empezaría con la rotura de puentes entre unos y otros, entre derecha e izquierda, beatos y republicanos, de modo que quienes se quedarían solos ante los bárbaros del Norte —que, en efecto, son bárbaros— seríamos todos y no perderíamos únicamente el Capitolio, sino el ajuar, la plata y hasta los gansos. No podemos dejar el patriotismo para los portugueses.