Se han contrapuesto, en no pocas ocasiones, dos éticas: por una parte los grandes temas de la paz, la no violencia, la justicia, el respeto y conservación de la naturaleza. De otro, los que afectan a la vida humana, que serían insignificantes o a lo sumo privativos: contracepción, aborto, eutanasia, etcétera. Sin embargo, en mi opinión, se trata de aspectos no sólo complementarios sino que están íntimamente entrelazados: quien no respeta la vida humana propia o ajena, ¿cómo va a respetar la vida animal o la naturaleza? Quien instrumentaliza a los demás en función de sus propios caprichos, no dudará en usar despóticamente para su conveniencia, con más motivo si cabe, de los recursos naturales. Es de una lógica aplastante, porque, en realidad, no son cosas diferentes o enfrentadas, sino aspectos distintos de una misma cuestión.

Pero, ¿cuáles son las motivaciones de una activa firmeza por salvaguardar el medio ambiente? Podríamos resumirlas en cuatro. Una primera es el valor estético que toda política conservacionista tiene: evitar la degradación de los espacios en los que el hombre vive, o ha de tratar de vivir, en armonía con la naturaleza. ¿Quién no disfruta con un paisaje deslumbrante en el ocaso de un día primaveral u otoñal? Una segunda razón estriba en la salubridad: la necesidad de la higiene, de consumir alimentos naturales, de respirar aire puro, reciclar basuras, etc. Un tercer motivo es la preservación de un bien común a gozar no sólo ahora, sino también mañana, por las generaciones que recibirán nuestro legado: tenemos una responsabilidad que nos afecta a cada uno y que no podemos declinar hipotecando a los que vengan detrás. Y la cuarta razón es de índole aún más profunda: la bondad de un mundo que ha salido prístino de las manos de Dios, con el encargo de disfrutarlo y hacerlo resplandecer. La belleza, la perfección, el carácter intrínsicamente bueno del mundo —y de un modo especial del ser humano— que admiramos y contemplamos son reflejos divinos. Lo afirma Dostoievski en «El idiota»: sólo la belleza nos salvará.

En este sentido, adquiere también especial interés la grandiosidad que observamos en la biodiversidad de las distintas formas que admiten los seres vivos en la naturaleza. Una pluralidad que fascina a los científicos, no sólo por sus estructuras, composiciones, colores, disposiciones, capacidades biológicas, sino por todas esas multiformes manifestaciones de la vida, con su complejidad y diversidad, que abarcan tantos ecosistemas: desde las profundidades abisales al vulcanismo, pasando por los bosques tropicales para llegar a los más inhóspitos lugares del planeta, como pueden ser los desiertos aparentemente muertos o las latitudes antárticas, con toda una multiplicidad y una adaptación que quita el hipo. Desde animales microscópicos hasta mamíferos, desde algas unicelulares hasta las plantas más sofisticadas. Con todo un entramado, tanto interno —de biología molecular— como externo: simbiosis, cooperación, depredación, parasitosis, etc. en perfecta armonía y sincronización.En definitiva la vuelta a un equilibrio más profundo con el medio ambiente también permitirá recuperar el valor de lo natural, y especialmente de la vida humana: el único ser que puede vislumbrar y hermosear el mundo, y contemplar las estrellas.