El Senado estadounidense, a propuesta de la mayoría demócrata y con el respaldo del presidente Obama, va a debatir un programa global en materia de inmigración que incluye la legalización de cerca de 10 millones de personas (en su gran mayoría de origen hispano) que residen irregularmente en Estados Unidos. La existencia en un país de altas cifras de residentes irregulares genera un reto que afecta a la propia sociedad de acogida y a los responsables de gestionar las políticas públicas. El supuesto se planteó en España en el año 2004, cuando el Gobierno de Rodríguez Zapatero se comprometió a realizar un proceso masivo de normalización para dar solución a la situación insostenible de más de un millón de personas que, por hallarse en situación irregular, se veían privadas de la posibilidad práctica de llevar una vida normal.

El proceso de normalización del año 2005, junto a una política de cooperación con los países de origen de la inmigración y una gestión eficaz de los controles de frontera, marcaron un antes y un después en la situación de los extranjeros en España. La gestión de ocho años de gobierno del Partido Popular situaba a 8 de cada 10 extranjeros en la irregularidad; hoy, la situación es diametralmente contraria. El reto es cómo afrontar la crisis económica en la agenda de las políticas de inmigración. Reforzar las ayudas al desempleo, tal como ha hecho el Ministerio de Trabajo e Inmigración (triplicando los fondos asignados al Servicio Estatal de Empleo) constituye uno de los pilares. El otro, incrementar las ayudas a la creación de empleo, es la asignatura pendiente de la Generalitat Valenciana.

La propuesta estadounidense pone en su justo lugar a aquellas voces que, durante la pasada legislatura, hablaron de efectos llamada, papeles para todos e irresponsabilidad política. La perspectiva histórica pone a cada cual en su sitio, y aún nos queda mucho por ver. La sociedad estadounidense se enfrenta hoy a ese dilema que nosotros ya hemos vivido: un programa progresista y arriesgado (especialmente en un contexto de crisis económica) defendido por el presidente Obama, frente a la legislación restrictiva que impulsa Jan Brewer en Arizona y que consagraría normativamente la racial profiling, la posibilidad de detención por meras presunciones raciales. Por cierto que, para justificar semejante aberración, Brewer invoca que cuenta con el apoyo del 70% de los ciudadanos de Arizona. Argumento que, una vez más, nos trae reminiscencias familiares.