Casi año y medio después del órdago que les llevó a protagonizar la primera «huelga de togas» de la historia en enero del año pasado, la junta de jueces de Valencia respondió ayer al anunciado recorte salarial de los empleados públicos con la amenaza de reducir su productividad. Alegan los magistrados que ahora mismo trabajan mucho más que lo que les impone la normativa vigente, y que por su bajada salarial se aproximarán a esa norma. Si la imagen que tienen los ciudadanos de la Justicia ya es, cuanto menos, regular, esta decisión amenaza con empeorarla aún más. En la actualidad, los asuntos juzgados acumulan retrasos difícilmente asumibles en una sociedad desarrollada, hasta el punto de que en muchos casos la impartición de justicia deja de ser efectiva precisamente por llegar demasiado tarde. Si se lleva a cabo esta reducción de productividad, los juzgados pueden colapsarse en el plazo de un mes. No parece, por tanto, una respuesta equilibrada en un momento en que muchos otros colectivos de la función pública se aprestan a asumir también reducciones salariales pero no por eso dejarán de prestar en condiciones sus servicios a la ciudadanía. Y cuando muchos trabajadores siguen quedándose en paro o viven con el temor de no tener garantizado el desempeño de un empleo en estos tiempos de crisis. Los jueces deberían plantearse si están dispuestos también a asumir el descrédito ante unos ciudadanos que observan atónitos cómo determinados colectivos no parecen dispuestos a compartir los sacrificios que a todos nos está tocando asumir.