Las democracias tienen leyes para todo, pero ninguna norma jurídica condena la incompetencia permanente, o la banalidad temeraria, como es el caso de Zapatero.

El presidente, un profesional de la apariencia, sufre ahora mismo un gravísimo problema de apariencia, también. Su realidad como gobernante es lamentable, pero su imagen es aún peor. Y eso les viene al pelo a los mercados financieros, como pretexto para subir un día sí y otro también los intereses de nuestra deuda. Hay en todo esto una gran impostura, un juego de espejos manejado con productivo cinismo por los grandes del dinero. Saben que, a pesar de los pesares, España sigue siendo un país solvente, hoy por hoy, pero ponen la lupa en las torpezas del gobierno, en su falta de credibilidad y rigor, para aumentar los intereses de los préstamos. O sea que Zapatero nos va a salir carísimo, a la hora de pagar nuestra deuda: centenares de millones a cuenta de sus dudas, sus vacilaciones y sus contradicciones. Nos tienen cogidos y no soltarán la presa. Dentro de unos años, los prestamistas serán infinitamente más ricos, y los países como el nuestro muchísimo más pobres. Yo voy a invertir mis ahorros en deuda soberana de España, cuya rentabilidad estará dentro de nada por las nubes gracias a Zapatero, un chollo.

No sé si una catarsis espectacular podría dar al traste con esta maldita ficción, como por ejemplo que el quimérico inquilino abandonara la Moncloa para exiliarse en Cuba, después de montar un gobierno de coalición con Durán i Lleida de presidente. Pero no parece que el guión de nuestra caída libre se pueda modificar con protagonistas tan vacuos como el gobierno inexistente y la mezquina oposición del PP, con su actitud depredadora, tan miserable, tan escasamente patriótica, según sus propios valores, ante una situación tan crítica como la actual. Descartando que las cosas puedan ir a mejor, sorprende que, en medio de la gran tormenta, los de Zapatero sigan cultivando naderías colaterales para poner al personal más aún de los nervios. La última genialidad ha sido cargarse los honores militares, con el Himno Nacional y todo eso, en las procesiones del Corpus, aplicando a rajatabla, cuadriculados que son ellos, o simplemente incultos, su irritante Manual de la Señorita Pepis para Laicos y Modelnos, con ele.

Una vez más, da la impresión de que este gabinete solo gobierna para él mismo y para sus amigos y conocidos. Aquí o eres minoría, y te metes en alguna cuota, o estás civilmente muerto. Cargarse el asunto del Corpus, que es una tradición muy compartida por creyentes y vecindario en general, queda estupendo en la tónica del laicismo de salón que practica un gobierno que es también, él mismo, un gobierno de salón. Y desde luego no dudo de que si los dichosos honores militares se hubieran producido en una mezquita, por citar una hipótesis improbable, a la ministra Chacón le hubiera parecido un maravilloso acto de integración, propio de las fantasías a lo Walt Disney de la Alianza de las Civilizaciones.

No soy creyente. Y mal asunto es que visite yo una iglesia: suele tratarse de un entierro. Pero en este país la religión también se vive difusamente, como otra manifestación más de pertenencia a una comunidad, con su propio folklore compartido por millones de personas. La religión católica digo, que se pongan como se pongan no es igual que las demás. No es preciso creer en el dogma de la Santísima Trinidad para asistir a una procesión de Semana Santa, ni dejar de pensar que el Papa es moralmente responsable de miles de contagios de sida en Africa, con su paranoia contra el condón, para disfrutar con el barroco espectáculo del Corpus en muchos pueblos y ciudades de España.

Rodeados por los horrores de la globalización, ahora más que nunca convendría dejar en paz a las tradiciones, a los pocos eventos colectivos que han permanecido inmutables a lo largo de nuestra vida. Me da igual que sean los toros en la calle, en tantos pueblos de España, como el Himno Nacional sirviendo de banda sonora de la Custodia. Ni voy a misa ni a los toros, pero me gusta saber que esos eventos religiosos y festivos, siguen estando ahí. Para muchos españoles, sobre todo los que nacimos en un pueblo, la iglesia de su localidad, con sus manifestaciones populares y sus viejas ceremonias, sigue siendo ese lugar inmutable al paso del tiempo, a la destrucción de nuestros paisajes por el cemento, a las peores mutaciones del siglo. Un respeto, pues. Como sigan así acabaré volviendo a oir misa los domingos, sólo por discrepar.