Ahora mismo andan de cráneo en el PP porque no hay manera de controlar a Francisco Camps. Intentan calmarlo con palabras de aliento. Lo arrullan con las cancioncillas del afecto para ver si se duerme un poco y los deja respirar. Se asustan cuando el presidente, chutado por una euforia extraña, grita que si lo expulsan del partido se despojará de los trajes de Milano, se enrollará la senyera en el cuerpo y hará estallar el mundo en mil pedazos, como hacía con dinamita Jean-Paul Belmondo en una película de Jean-Luc Godard. Es ahora mismo el PP una algarabía de gritos espumeantes en la boca de Camps y de calladas por respuesta en la jefatura del partido. No saben qué hacer con el poltergeist en que se ha convertido el otrora barón predilecto de la calle Génova. Y en pleno ataque de angustia, a alguien se le ocurre una solución: lanzar sobre la mesa el nombre de Rita Barberá para la presidencia de la Generalitat. Y aquí se arma Troya. De vez en cuando salen otros nombres. Pero cada vez que aparece el suyo, le da un soponcio a la alcaldesa. Los ojos se le abren como discos de vinilo y suelta al viento el vozarrón que hizo famoso cuando compartía escenario con Zaplana y Julio Iglesias: «¡Hakuna matata!». Era en 1996 y entonces le gritaba eso a Felipe González con el rostro cruzado de pinturas de guerra, como los indios de las películas. Ahora, cuando Fraga o cualquier otro la nombran insistentemente como sucesora de Camps, ella se estira el vestido rojo, hace bola con el bíceps, bufa y suelta el aullido: «¡Hakuna matata!». O sea: ya vale de joder, qué os he hecho yo para que me queráis tanto, por qué no me dejáis vivir tranquila.

Porque de eso se trata. Ésa es su filosofía de vida. Trabajar cansa, decía Cesare Pavese. Y ella es una fanática del carpe diem, del dolce far niente, de la buena vida, del vive hoy a gustito porque mañana nadie sabe lo que vendrá. Por eso se desmadra entre los íntimos cuando la nombran heredera de Camps. Nadie la va a sacar de la vidorra que se pega, faltaría más. El Ayuntamiento de Valencia es un corralito que ella administra sin pegar un palo al agua, sin bajarse del coche oficial más que para echar unas risas con sus fans, sin que se le arrugue una mecha de su pelo almidonado en la peluquería de los sábados.

No es que no le guste el mando: es que no le gusta la responsabilidad. Y ser presidenta de la Generalitat la obligaría a andar de acá para allá constantemente, a dar la cara en las sesiones de control que estipula el Parlamento valenciano, a currarse unas decisiones que son mucho más complicadas que las que toma en el ayuntamiento, sencillamente porque en el ayuntamiento ya tiene a todos los concejales currando por ella mientras ella se acicala para las fotos publicitarias. No quiere riesgos ni faena Rita Barberá. Por eso se pone de los nervios y se emborracha de rabia cuando su padrino Fraga Iribarne pone su nombre sobre la mesa para sustituir al presidente de los trajes. Por eso se abraza a Camps para que no se vaya. Por eso grita que es el mejor presidente, que no hay otro como él. Pero no son por amor de madre ni de colega generosa esos abrazos. Es mucho más sencillo que todo eso. Es simplemente para que la dejen tranquila en el ayuntamiento. Para que no la hagan trabajar a estas alturas de su vida. Para que pueda seguir viviendo tumbada felizmente a la bartola mientras a su querido presidente se le está quedando la cara como una momia y las orejas como a un gremlin de tanto sufrimiento. Por eso cuando está sola se enreda en sus tráficos mentales y le grita al espejo como una endemoniada: «¡Hakuna matata!». Pero en el espejo no está Felipe González, sino Fraga y los suyos que le dicen con voz de ultratumba: «Tú, presidenta; tú, presidenta». Y ella, con los dedos en cruz como a los vampiros: «¡Hakuna matata, hakuna matata!». Y así hasta que se duerme sopa de sudor, como suele suceder cuando te asaltan las pesadillas monstruosas en medio de la noche.