Las encuestas políticas deberían limitarse a preguntarnos a quién vamos a votar, porque como cobayas no damos para más. Una de las absurdas preguntas de la plaga de sondeos plantea: «¿cree que Zapatero (o Rajoy) debe ser el candidato de su partido en las próximas generales?» Este pronunciamiento se requiere indiscriminadamente de los potenciales votantes socialistas o conservadores, y equivale a preguntarle a los madridistas si creen que el Barça debe alinear a Messi en el próximo partido entre ambos clubes. Si el 90% de los votantes del PP considera que el presidente del Gobierno no ha de presentarse, quiere decir que lo ven como un rival de cuidado, y entonces es la mejor opción del PSOE.

Por desgracia, Zapatero no puede refugiarse en que sus datos pésimos surjan del miedo que inspira entre sus rivales. Consensuando los infinitos sondeos, dos de cada tres votantes socialistas prefieren a otro cabeza de lista. Es un resultado tan chocante como si los madridistas prefirieran no alinear a Cristiano Ronaldo contra los azulgrana. Rajoy no lo tiene mejor, porque la mitad de sus votantes vería con agrado que se apartara de la carrera electoral por el bien del PP.

Zapatero y Rajoy no son despreciados por sus rivales, sino por sus teóricos correligionarios. Son dos huérfanos que se han quedado sin partido, después de ser expulsados de su propia casa. Nunca en la historia se había producido una disociación tan acusada entre los líderes con posibilidad de victoria y sus respectivas formaciones. De ahí que sus puntuaciones personales se hundan simultáneamente. La pregunta sobre el favorito en las elecciones debería incluir en las encuestas una casilla para «cualquiera menos Rajoy y Zapatero», que desbancaría a cualquier otra opción. La hostilidad de PP y PSOE contra sus líderes respectivos no amainará, pero la participación acabará siendo la habitual. No hay que menospreciar la capacidad de la prensa para montar un gran circo a partir de la nada multiplicada por dos.