Ahora que no hay un euro en las cajas, ni trazas de que los haya, han comenzado a rebajarse sueldos. «Aquí estamos nosotros —vienen a decir las altas dignidades— para dar ejemplo de lo que significa austeridad». A buenas horas. La nación, deprimida y desesperanzada, se lamenta con mensajes a las tertulias. Un desahogo. Cada uno suelta la suya. El pueblo que votó en masa a un joven líder que hablaba de nuevos tiempos y talantes, que anunciaba el acabar con formas autoritarias y prometía no decir nunca una mentira, ha descubierto la verdad del cuento: aquí todos son iguales.

Se ceban en Zapatero porque con alguien hay que cebarse. Se ceban si hace y si no hace, si dice y si no dice. Y el pobre, todo sea dicho, ayuda poco a creer en él: afirma tener principios pero, si es preciso, los cambia a conveniencia. Y el tío, además, no para de hablar. No ha habido en la historia de España presidente del Gobierno más locuaz que el actual. Por más que presuma de laicista, debería aprender las máximas jesuíticas sobre la necesidad del silencio; sobre su efecto benefactor para el alma propia y la del resto de los humanos. Si aprendiera a callar no sería objeto de tanta burla; al menos persistiría la duda sobre su sabiduría. Hablando, se despejan. Recuerden, si no, aquello de superar a su amigo Berlusconi o a Sarkozy… dicho ante periodistas y televisiones.

A lo que íbamos. Esto, desde luego, no lo arregla Zapatero. Tampoco lo arregla nadie de los que han ayudado a deteriorarlo. En esta España de hoy, quien no gobierna aquí gobierna allá, y si hacemos un estudio comparativo habrá que concluir que, efectivamente, nadie parece de fiar. Se han cometido los más graves pecados: el de la soberbia, al considerarse dueños y señores de vidas y haciendas ajenas. Se atreven a legislar sobre la vida, que hay que ser atrevidos, y consienten que más del sesenta por ciento del capital circulante en la nación esté en las manos del poder político, para su disfrute y abuso. Han cometido el pecado de la avaricia del que decía Santo Tomás era consecuencia de olvidarse de las cosas eternas para obsesionarse con las mundanas, con el dinero. Hay muchos políticos, aquí y allá, que presumen de católicos y que ofrecen testimonio preclaro de no tener ni idea de las enseñanzas de este padre de la Iglesia. Sobre el resto de pecados capitales no es cuestión ahora de pormenorizar pero andan sobrados de culpas.

Ante semejante panorama de degradación, no sólo no se someten a una justa penitencia, sino que se les ocurre bajar el sueldo a los pobres funcionarios y pensionistas. No se les ocurre otra cosa. Y esperan a ver si esto escampa sin reconocer lo que sin duda saben: el sistema es inviable, absolutamente inviable. Ya ha salido Blanco lanzando misiles contra las diputaciones. Y otros que hablan de reducir el número de ayuntamientos. Bien está la idea si no fuera porque da la impresión de que también entre ellos dirigen sus colmillos hacia los más débiles… Atentos al espectáculo.