Hasta no hace mucho tiempo, los conceptos de productividad han venido ligados a escenarios ideologizados. Mientras el debate del ­desarrollo económico ha derivado por la discusión sobre diferentes modelos y, en particular, sobre la antinomia capitalismo vs. socialismo, la productividad como concepto no ha sido encajada con sus justas coordenadas. Por ejemplo, en la década de los 70 y a partir del Club de Roma, la productividad se llegó a cuestionar hasta el extremo de hablar del crecimiento cero. En los años 80, y en clave española, se plantearon soluciones como del paro al ocio, o consignas más o menos divertidas del estilo de las planteadas por Petral Russel.

Todo indicaba que las funciones tecnológicas nos llevarían a sistemas productivos con funcionamiento autónomo, donde la posición del trabajo individual respecto de su papel en la función de producción iba a ser cada vez más irrelevante. Sin embargo, el siglo XXI nos ha demostrado que, al margen de la ingeniosidad de las propuestas, los conceptos tradicionales de la productividad han vuelto a plantearse como esenciales en los sistemas productivos. Con la novedad de que el reto ha dejado de ser una cuestión sindicalizada y se ha situado en el eje del papel del ser humano en la sociedad en la que se desarrolla.

El desestructurado mercado laboral español, con su 20% de paro como lastre, nos dice que un modelo de trabajo al margen de la internalización de la función de producción que el individuo realiza (es decir, que no tenga en cuenta el factor de productividad individual) nos lleva a una sociedad dual. Un modelo social donde una parte significativa de la población se desplaza rápidamente hacia zonas enguetizadas de pobreza relativa, caracterizadas por quedar fuera del proceso productivo eficiente o simplemente del propio proceso productivo. El resto de trabajadores en activo quedan fuertemente condicionados por este mercado que invita una y otra vez a funciones de producción barata por su alta disponibilidad y falta de productividad. Ésta es una instrucción que el empleador va a recibir, en el muy corto plazo, como posible maximizador de beneficios.

En el fondo, la productividad es una cuestión de dignidad humana. En una sociedad de economía de mercado, la única viable desde la perspectiva del progreso de las personas y siempre en el contexto histórico actual, excluir este factor de contraprestación del trabajo de la relación laboral resulta extremadamente negativo, tanto para la sociedad como para los resultados individuales que se obtienen. No parece, sin embargo, que en la discusión actual española de cómo afrontar el problema del paro se esté conectando de una manera adecuada la reforma de las reglas de contratación entre empresarios y trabajadores con la variable de la productividad. En el fondo, y de continuar con los mismos ratios de productividad, seguimos anclados en modelos económicos propios de la Transición y del Estatuto de los Trabajadores de 1980, modelos que procedían directamente de una sociedad de concertación y acuerdo apriorístico de las reglas de juego y de su acomodación.