El violento ataque perpetrado por el ejército israelí contra la flotilla de la libertad provocó muertes y heridos en uno de los buques que la integraba y que enarbolaba el pabellón de Turquía. Este suceso debe examinarse a la luz de un principio general y fundamental: la prohibición de la amenaza o el uso de la fuerza armada. Y su vigencia es indiferente de si nos encontramos o no en aguas internacionales. No obstante, este principio cuenta con una excepción: la posibilidad de utilizar la fuerza armada para defenderse de un ataque externo; justificación a la que Israel acude, recurrentemente, para explicar sus respuestas belicosas de los ataques que provienen de los territorios palestinos. Los mismos territorios que mantiene cercados y ocupados, lo que convierte sus explicaciones en un buen ejemplo de paradoja supina, demagogia e hipocresía incluidas.

Pues bien, el ejercicio del derecho de legítima defensa está condicionado a la concurrencia de una serie de condiciones que no se cumplen en este caso. Entre ellas, debemos destacar la necesidad de un ataque previo procedente de las embarcaciones —y si se me apura, sería necesario que éstas fueran buques de guerra, en este caso, turcos. Además, la defensa para ser legítima tendría que ir dirigida a repeler el ataque de tal forma que fuera proporcional al mismo, lo que tampoco sucede en este asunto, a la vista de los resultados provocados por el asalto.

Tampoco consideramos que el llamado derecho de visita permita avalar la actuación de las tropas israelíes. Para que así fuese, el buque a inspeccionar en aguas internacionales debería ser sospechoso de dedicarse a actividades ilícitas como la piratería o el trasporte de esclavos. La inspección debería haberse efectuado «con todas las consideraciones posibles», tal como exige la Convención de Naciones Unidas sobre derecho del mar de 10 de diciembre de 1982. Aunque Israel y Turquía no la han suscrito, sus reglas les son aplicables en la medida en que también tienen carácter de costumbre internacional.

En cualquier caso, lo que resulta determinante es que el ejército israelí no pretendía verificar si se trataba de un convoy humanitario, sino que, sencillamente, su objetivo último era no dejar que pasaran. Esta prohibición, por sí misma, contraviene la libertad de navegación que rige las aguas internacionales, pero ha sido justificada por Israel argumentando la existencia de un bloqueo decretado por él mismo. Y ello aún a sabiendas de que el bloqueo de costas y puertos constituye una de las formas de agresión según lo establecido por la Asamblea General de las Naciones Unidas en su Resolución 3314 (XXIX) de 14 de diciembre de 1974.

Todo este cúmulo de ilegalidades se suma a la que se encuentra en el trasfondo de toda esta problemática: la oposición armada de Israel a que el pueblo palestino pueda ejercer su derecho a la libre determinación y su constitución en un Estado soberano. Junto a la prohibición de amenazar o usar la fuerza armada, los Estados acordaron que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas fuese el único órgano que autorizase su uso, en los casos en los que la paz y seguridad internacionales estuviesen comprometidas. Israel, temeroso de que la flotilla de la libertad pudiera poner en jaque su seguridad, debería haber acudido a este órgano principal. Allí, hubiese encontrado el apoyo de su aliado estadounidense que, manejando sus miembros a su antojo, podría haber adoptado medidas tan contundentes como las que acaban de aprobarse contra Irán.

Turquía sí ha recurrido para denunciar los hechos, pero sólo ha logrado una declaración testimonial de su Presidencia; quizás, porque no cuenta con tan buenos amigos. Los implicados pueden emprender sus investigaciones. Sin embargo, lo idóneo sería una investigación internacional, imparcial y objetiva. El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha conseguido establecerla, aunque para ello ha tenido que salvar la oposición de EE UU; el único que está en condiciones de forzar la resolución de la cuestión palestina.

Profesor del departamento de derecho internacional Adolfo Miaja de la Muela. Universitat de València