Cuando se contemplan los montes valencianos –esa parte del territorio calificado como forestal en la Comunidad Valenciana- emergen dos realidades contrapuestas. Desde un punto de vista económico (o para ser más precisos, desde el punto de vista de la economía hoy en uso) la contribución de la actividad económica ligada a los aprovechamientos forestales (madera, leña, resina, corcho, hongos, miel, frutos silvestres, etc.) no alcanza a ser la milésima parte del PIB regional. Y eso pese a que la superficie forestal es prácticamente la mitad de toda la extensión territorial de la Comunidad Valenciana.

Si, por el contrario, se examina esa misma superficie forestal, no con los ojos de la economía sino con los de la ecología, la realidad que surge es diametralmente opuesta. Las formaciones arbóreas y arbustivas que constituyen los montes valencianos son la fuente de un amplio abanico de servicios medioambientales que favorecen tanto la actividad económica como al bienestar social de la Comunidad Valenciana. Los sistemas forestales ejercen una notable influencia en el microclima (incrementando, por ejemplo, las lluvias estivales en el interior del territorio), fijan el carbono del CO2 como materia orgánica liberando oxígeno a la par, regulan el ciclo hidrológico ralentizándolo, disminuyen la incidencia de las inundaciones aguas abajo, protegen el suelo frente a las diferentes formas de erosión, aumentan la vida útil de embalses y otras infraestructuras hídricas, mejoran la calidad de las aguas de suministro urbano e industrial, albergan buena parte de la diversidad tanto florística como faunística del país y son fuente de innegables valores paisajísticos, estéticos, recreativos y educacionales.

Así pues, si desde una visión económica (dineraria, más bien) los sistemas forestales son casi nada –por no decir nada en absoluto- desde una perspectiva ecológica las formaciones arbóreas y arbustivas están detrás de la mayor parte, -por no decir la gran mayoría- de los servicios que el medio ambiente ofrece a la sociedad valenciana, junto a los aportados por cauces fluviales, humedales litorales y ecosistemas marinos costeros.

La razón principal de esa flagrante discordancia entre lo económico y lo ecológico, entre producciones dinerarias y servicios ambientales, es fácil de identificar. Consiste en que la práctica totalidad de los servicios ambientales que los sistemas forestales prestan son lo que los economistas definen como externalidades: actuaciones de un agente económico (en este caso los propietarios privados o públicos de los montes y las comunidades humanas que los gestionan y conservan) que si bien inciden favorablemente sobre otros agentes económicos (empresas, consumidores) no reciben de estos ningún pago al hacerse al margen del mercado (de ahí viene la denominación de externalidades).

Las externalidades, sean éstas positivas o negativas, favorecedoras o depresoras de otras actividades económicas, están fuera de la oferta, de la demanda y de los precios. Surge así la necesidad de la intervención pública. Pues si bien empresas y consumidores beneficiados por externalidades positivas, podrían, en teoría, acometer voluntariamente un pago por los servicios prestados, no es algo, desde luego, que aparezca como muy viable al día de hoy. A falta de acuerdos voluntarios entre beneficiados y beneficiadores resulta imprescindible la intervención pública con el fin de internalizar –siquiera parcialmente- los beneficios prestados por unos como costes de las actividades de producción o de consumo de los otros.

Quienes suscribimos este artículo llevamos ya dos décadas insistiendo en este último punto. Ahora bien, ¿qué mecanismo podría utilizar la administración pública –y más concretamente la Administración Autonómica al tener competencias para ello- de cara a la citada internalización de las externalidades positivas brindadas por lo forestal al conjunto de la sociedad valenciana? Dos se nos aparecen como particularmente pertinentes: una tasa sobre la generación de CO2 por la quema de combustibles fósiles y otra que grave el empleo de agua urbanoindustrial. Recordemos, para justificar estos gravámenes, que la vegetación forestal tiene un papel destacado, tanto en la mitigación (absorben hoy el dióxido de carbono de la atmósfera, retienen el fijado ayer evitando su retorno a la misma), como en la adaptación a las condiciones derivadas del cambio climático planetario. Y que esa misma vegetación forestal por su incidencia en el ciclo hidrológico tiene una influencia favorable, lo mismo en la cantidad como en la calidad de los recursos hídricos, influencia que será aún mayor bajo las más adversas condiciones del clima del futuro.

¿Cuál sería el montante de las tasas carbónica e hídrica que proponemos? Podría ser 2,5 euros por tonelada de CO2 y 10 céntimos de euro por cada metro cúbico de agua utilizada. Si todo lo así recaudado –menos una pequeña parte dedicada a gastos de gestión- se transfiriera a los propietarios privados y públicos de los montes y a los ayuntamientos donde esos montes se sitúan, podríamos alcanzar como media los 100 euros por hectárea y año de superficie forestal, cantidad que puede verse como una renta generada por los ecosistemas forestales, ecosistemas que constituyen una parte muy destacada del capital natural.

¿Son exageradas estas últimas cifras? Veámoslo desde dos perspectivas: desde la óptica de la recaudación y desde el punto de vista de la retribución. Gravar con 2,5 euros la tonelada de CO2 desprendida supone aumentar en medio céntimo de euro el precio del litro del gasolina, algo más el del litro de gasóleo y menos de diez céntimos de euro el de la bombona naranja de butano. Son incrementos perfectamente asumibles. Por su parte, diez céntimos de euro por m3 de agua supone una cantidad comparativamente mayor en relación a las tarifas existentes. Pero traducido a unidades más entendibles representa solo una diezmilésima de euro por litro y recuerde el lector que él paga mil, dos mil o tres mil veces más por el agua embotellada en el supermercado, sea ésta natural o simplemente tratada.

¿Es excesivo el importe recaudado en relación a los servicios ambientales prestados por los montes valencianos? En modo alguno. Creemos que supone menos del 10% de las externalidades positivas mensurables de los sistemas forestales en la Comunidad Valenciana que ciframos por encima de los 1.000 euros por hectárea y año de promedio. Una cifra, esta última, que viene a coincidir con otras evaluaciones hechas en ámbitos distintos, como la realizada en 1997 a nivel planetario y que vino a cifrar en casi 1.000 euros al cambio de entonces (el euro era todavía una moneda virtual) la aportación media anual en términos monetarios de los servicios ambientales prestados por cada hectárea de superficie forestal mundial (cada hectárea de cultivo suponía, en promedio, diez veces menos).

En suma, lo único que proponemos es que una pequeña parte (un 10% como máximo) de los servicios que los montes prestan al conjunto de la sociedad valenciana se retribuyan a través de dos tasas, de dos impuestos finalistas. El 90% restante de la evaluación monetaria de esos servicios seguiría prestándose de forma gratuita, disfrutándose, consiguientemente, sin mediar ningún tipo de remuneración. No parece en modo alguno excesivo.

¿En base a qué criterios se distribuirían las cantidades recaudadas por esas dos tasas –unos 120 millones de euros al año- entre las distintas áreas forestales? Habida cuenta de la gran heterogeneidad de las mismas –que van desde superficies rasas o simples matojares hasta magníficos pinares, carrascales, robledales o sabinares y, consiguientemente, de la muy distinta entidad de los servicios ambientales que prestan-, no cabe una repartición igualitaria por hectárea sino que la retribución anual debería hacerse en función de las características ecológicas de la vegetación forestal existente. Tres aparecen como las características más importantes: su producción primaria neta (carbono fijado anualmente) y su biomasa (carbono acumulado) en primer lugar; en segundo término el grado de recubrimiento del suelo (y consiguiente protección frente a la erosión), y por último, la calidad de las especies arbóreas y arbustivas que la componen (y la biodiversidad del ecosistema forestal en general). Dada un área relativamente uniforme, cada una de estas características puede evaluarse de 0 a 10, obteniéndose finalmente una puntuación global como la media (aritmética o geométrica) de las tres. A mayor puntuación –revisada periódicamente-, mayor retribución por hectárea.

Dentro de cada superficie forestal razonablemente homogénea, el propietario -sea privado o público- debería recibir las dos terceras partes de lo estipulado en función del estado de la vegetación forestal, correspondiendo al consistorio en cuyo término municipal se localice la tercera parte restante (en el caso de montes de propiedad municipal, los ayuntamientos recibirían consecuentemente el 100%). Este reparto entre agentes privados y públicos es el que nos parece más equilibrado; los propietarios deben recibir lógicamente la mayor parte de la retribución de los servicios ambientales que sus propiedades generan pero conviene que el resto beneficie al conjunto de la comunidad en donde aquellas se sitúan a través de sus legítimos representantes, los ayuntamientos.

Si semejante iniciativa en favor de los montes valencianos se implantara sus efectos sobre el futuro de las formaciones forestales y sobre el presente de las comunidades humanas a las que pertenecen, sólo merecen el calificativo de revolucionarios. Esta incipiente retribución del capital natural (una remuneración, la del capital natural, que nos tenemos que plantear urgentemente de cara al futuro por llevar camino de convertirse en la forma de capital más limitada y limitante) incidiría muy positivamente en el mantenimiento de la población, el nivel económico, el desarrollo humano y el bienestar social de numerosos municipios. Muy especialmente en relación a la generalidad de municipios rurales del interior valenciano.

Biólogo. Experto en desarrollo sostenible

Secretario del Ayuntamiento de Sinarcas