La guerra cruenta por el dominio del futuro de la información se libra entre los viejos medios, fáciles de distinguir porque tienen la cabeza hundida en la arena, y los nuevos medios, con la cabeza en las nubes. La buena noticia es la aparición de tímidas tentativas de convergencia. Steve Jobs, el apóstol de la era digital que ha desbancado a Bill Gates como celebridad, ha demostrado su calidad de visionario cuando no se limita a ejercer de vendedor de teléfonos. Ha abominado contra «una nación de blogueros» y, como prueba de coherencia, ha reclamado «más que nunca» los valores de la edición, entendida como la selección de la prioridad en los acontecimientos y el esmero en su condimentación. En otros términos, se debate quién confeccionará a diario —o a horario— la portada del planeta. El máximo ejecutivo de Apple considera que esta labor exige una capacitación profesional, afianzada en criterios camerales.

Sólo hubo un Karl Kraus, que elaboraba casi en solitario su publicación «La antorcha». Uno de los herederos más valiosos del periodista austriaco ha sintonizado con el líder de Apple, aunque desde el polo opuesto. Se trata del número dos después de Tom Wolfe del nuevo periodismo, Gay Talese. El muestrario de su trabajo recogido en «Retratos y encuentros» constituye una feliz sorpresa editorial, pero la acogida en las librerías se ha visto complementada por la obstinación pretecnológica y casi ludita del biógrafo del New York Times. Uno de los mejores y más prolíficos reporteros del siglo XX abomina del correo electrónico, se aferra al papel y prefiere enterarse de la muerte de Michael Jackson a la mañana siguiente. Es decir, cuando ha mejorado la edición que pregona el santo Jobs. Ahí se produce la concordancia entre los antagonistas.

Después de haber centrifugado las aguas estancadas —y casi pantanosas— de la información, Jobs se detiene junto al precipicio y reclama cordura editorial. Aunque no le responde explícitamente, Talese se jacta de haber llegado al mismo punto sin necesidad de teléfono móvil. Centenares de periodistas en todo el mundo se sentirán liberados de la ansiedad de escribir cada artículo como si fuera el último. El cribado con criterios olfativos personalizados, que escapan a los omnipotentes algoritmos, demuestra que el periodismo es demasiado frívolo para dejarlo en manos de los ingenieros que Google contrata masivamente. Frente a las proclamas a favor del salvajismo expresivo, un texto empeora sin edición. La calidad se beneficia de una discusión entre pares previa a la publicación, sin motivación censora sino de control de calidad. Al quedar impresionados por la tensión que traslucen los mejores textos de Time, The Guardian o Der Spiegel, no cabe olvidar que asumen una espontaneidad cuidadosamente orquestada. Los cuadernos de Talese muestran gráficamente esta precisión escénica, que no traiciona la exigencia de fidelidad al acontecimiento narrado.

Antes de respirar aliviados y de recaer en los excesos que han dañado su reputación, los canales clásicos de información deberán recordar que se hallan bajo vigilancia, como los países en crisis. Con la diferencia de que los centinelas son millones de usuarios. En el superado mercado tradicional, al medio le convenía verificar que una información era verdadera antes de publicarla. En el nuevo orden, le conviene demostrar que una noticia es falsa antes de no publicarla. De lo contrario, internet ridiculizará su soberbia, con un abucheo colectivo que hará clamorosa su ocultación. Ha periclitado el sacrosanto «esto no se publica». Este derecho de pernada era la tentación autoritaria del periodismo, aunque perece sin la garantía de verse reemplazado por algo mejor. Situados en la encrucijada en que todo se publica, Jobs postula el encauzamiento de ese flujo. Talese establece con sorna que esperará a la hora del desayuno, cuando haya sedimentado la erupción.

Los especulares Talese y Jobs coinciden en la importancia central que conceden a la información, y apuntan a los ensayos de reconciliación del mundo digital con la tradición. La búsqueda de alianzas está sintetizada en el dodecálogo —Cela academizó este vocablo, precisamente en una admonición a los periodistas— propuesto por Ken Doctor en «Newsonomics». Un libro de papel, por cierto. Si el término fructifica, puede tender el puente entre el tiempo en que los ciudadanos no sabían lo que no sabían y la era en la que saben hasta lo que no saben.