El resultado electoral de Bélgica no es una anécdota, sino la constatación de que a medida de que se globalizan los problemas y las comunicaciones, cuanto mayor es la sensación de proximidad de los países más lejanos, más nostalgia existe de la tribu.

Si ya Erich Froman, en El corazón del hombre, nos advirtió de la pasividad del individuo consumidor, su rebeldía no consiste en perder el miedo a la libertad, sino en refugiarse en lo más ancestral, en lo más primitivo, es decir, en la tribu. Cualquier nacionalismo no es otra cosa que un grito de socorro, un pánico a la responsabilidad individual que se envuelve en emociones, canciones y banderas, para tranquilizar su desconcierto y su turbación. En la tribu, al menos, si no se salva, correrá la misma suerte que los otros miembros, y siempre es más fácil enfrentarse a los problemas compartidos que entender al Fondo Monetario Internacional.

En Bélgica, que alberga la capital de la Unión Europea, y que se encuentra ante una deuda cuya solución desde luego no radica en el triunfo del nacionalismo, sino que puede que lo agrave, se ha impuesto la nostalgia de la tribu, el retroceso al refugio del que salimos hace miles de años para compensar el desconcierto que nos produce un universo cada vez más unitario, excepto en el clima y en la renta.

Lo ocurrido con el nacionalismo flamenco tiene mucho más que ver con la sensación de desamparo del individuo del siglo XXI que con las reivindicaciones, agravios y demás patulea retórica. Y esto va a más, porque el banderín de enganche es seductor, y entre ser un frustrado más, a pertenecer a una tribu diferente, o sea, «superior», los internacionalismos tienen muy poco que hacer. Vuelve la tribu y la pujanza de los reinos taifas para colmar los anhelos de quienes tienen miedo a la libertad.