Fue en el Círculo de Bellas Artes, hace unas semanas. Se presentaba un libro sobre el pensamiento español de la Transición, que lleva el curioso título de Herederos y pretendientes. En el preámbulo del acto, saludos, reencuentros. Nada especial, lo habitual en estos casos. De repente, un intercambio de preguntas demasiado personales. No es una práctica nueva, pero en este caso mi interlocutor la ejerce de forma directa, algo ruda. En el pequeño mundo universitario, las noticias circulan a veces con sequedad. Pero los colegas quieren carne, algún comentario descuidado para que circule la sátira, la maledicencia, el ingenio. Sí, hay que seguir leyendo a Gracián para andar con cierta solvencia por ciertos salones de Madrid.

La conversación, que versaba sobre mi traslado a la Universidad Complutense, avanzaba muy por debajo de las expectativas de los asistentes. Monosílabos, gestos ambiguos. Entonces, la ansiedad le pudo a mi interlocutor. La pregunta fue directa: «¿Pero te has traslado con la familia entera a Madrid?». «¡Oh, no!», contesté a mi decepcionado amigo. Con cierta alegría, como si se hubiera desprendido de un temor, relajado, aliviado, al aparecer a salvo de no sé qué peligro, dijo la última palabra de la conversación: «¿Entonces? ¡Estás de paso!». Como si me hubiera ofrecido el juicio final sobre mi vida entera, me sentí reconocido y feliz.

«¡De paso!». Así, de esta manera, este gentil amigo me ha ofrecido el título de esta columna. Divisa y resumen de la vida, desde luego, ninguna la define mejor. No es mala condición. Goza de un viejo prestigio y durante mucho tiempo, quizá desde milenios, no fue sino la condición humana por excelencia. Homo viator, dijeron los medievales, y ellos eran afortunados porque perseguían el sueño de una Jerusalén que identificaba el centro del mundo, ese lugar sobre el que dejaba caer su luz perpendicular la ciudad celestial. Sin duda, nosotros no gozamos de este auxilio. Por el contrario, perdidos en la historia, quizá hoy más que nunca, apenas podemos dar un sentido a nuestro tiempo.

En todo caso, no es mala condición, esta de andar de paso, para cumplir con mi trabajo: identificar el presente. En algunos oficios, como en aquellos rabinos transeúntes que eran frecuentes en las aldeas del este de Europa, era obligado estar de paso. La capacidad de aquellos hombres para apreciar los cambios en su comunidad era proverbial, casi profética. A veces se enteraban de las novedades de las gentes antes de que ocurrieran. Una vez, uno de ellos, según me contó un día mi viejo amigo Ezra Hymann, su padre, un rabino ambulante de un pueblo de Ucrania, le preguntó a una feligresa: «¿Por qué ya no eres feliz con tu marido?». Entonces se enteró de que había dejado de amarlo.

Sí, es así. El ojo del hombre de paso no tiene tiempo de caer en la pereza.

No puede prescindir del placer de mirar. Quizás no está nunca de verdad en sitio alguno. Quizá tampoco nunca se va. Quizá por eso teje una percepción que organiza el tiempo, la más sutil de las cosas materiales. Esa percepción de los cambios, ese estrato escondido del presente que subyace a la fina piel de la actualidad, es la que desearía compartir aquí con el lector. Sin dejar de estar de paso.