Según una reciente encuesta, es decir, según las respuestas obtenidas en ella, los españoles tenemos un oído delicado, refinadísimo, de modo que debe de ser por eso que a los comentaristas patrios del Mundial de Sudáfrica les horrorizan las vuvuzelas, esas trompetas de plástico idénticas, por lo demás, a las que la gente le compra aquí a los niños y a las que atruenan de toda la vida en nuestras manifestaciones sindicales y en nuestros estadios. Según esa encuesta, es decir, según las mentiras vertidas espontáneamente en ella por los entrevistados, el sonido que más le gusta a los españoles es, con diferencia, el del mar en sus diversas modalidades, aunque tampoco le hacen ascos, al parecer, al resto de los que nos regala la Naturaleza: el de la lluvia, el del canto de los pájaros, el del viento al acariciar las frondas... Naturalmente, un pueblo de oreja tan sensible tenía que sentirse lastimado, por narices, con las vuvuzelas, esos artefactos tan sumisos al prefijo de su nombre, vuvu, que en zulú significa, sin más, «hacer ruido». Ahora bien, ¿por qué los españoles, o cuando menos los españoles de las encuestas, nos lo inventamos todo y mentimos tanto?

Que el país más ruidoso del mundo, cuyos nacionales, incapaces de modular la voz, se expresan invariablemente a gritos, se invente que lo que más le gusta es el murmullo de las olas y el remoto canto del cuco que precede a la lluvia, tiene delito. El país donde la fiesta no se concibe sin petardos, en que se ulula el himno, donde la gente se lleva la radio al campo para oír Los 40 principales, donde los botellones dinamitan el reposo de los trabajadores, de los ancianos y de los niños, donde los jóvenes alternativos le arrean sin piedad a los bongos, donde sangran las manos de pueblos enteros de tanto golpear los tambores, donde las motos empuercan las noches con el horrísono detritus de sus escapes libres, donde de los bares sale uno con acúfenos para toda la vida, donde, en fin, se aborrece el silencio, que es el más bello de los sonidos, resulta que tiene un oído mirífico que se consterna con la murga de los cornetines zulús. ¡Lo que hay que oír!