La epidemia de sinceridad obliga a confesar que este artículo se tituló en su génesis con el chavista «Que se calle Felipe». Si se ha sacrificado el atractivo exabrupto en aras de un enunciado literalmente más presentable —«Que se presente Felipe»—, se debe a que González apela a nuestros mejores instintos, en tanto que Aznar saca lo peor de nosotros. Sin embargo, aquí se agotan las diferencias, porque la inveterada tendencia de los españoles a dejarse aleccionar acríticamente les impulsa a aclamar a cualquier espontáneo que se encarame al púlpito. Por lo menos, mientras atizan la pira donde su pasión iconoclasta arrojará al predicador, en ocasiones sólo en efigie.

Desde que se ha agudizado el colapso económico, cuesta conectar con un portal mediático sin que aparezca Felipe González adoctrinando, amonestando, aconsejando y demás gerundios que sintetizan el ejercicio del poder sin someterse a las siempre engorrosas elecciones. Si un gobernante desplegara su repertorio de vaguedades enfáticas, sería convenientemente apaleado por la población. Sin embargo, se expresa sin ningún compromiso porque aprovecha la simpatía retrospectiva que genera el olvido de su gestión. Defiende unos intereses que no destapa, y que el agotamiento de la saña histórica que concentró nos invita a la delicadeza de no indagar.

El González oracular no representa nada, aunque siempre se puede aprovechar su fenomenal experiencia para no convertir al Estado en la gigantesca máquina de corrupción en que desembocó su mandato. Se inserta en la tradición de Olli Rehn, el comisario finlandés cuya cara no podría identificar el noventa de la población, pero que desde la UE amenaza periódicamente a España con la condena a los infiernos. ¿Quién los ha elegido? Que se presenten a las elecciones, un trámite que no mejorará su eficiencia pero justificará el escrutinio ajeno. De lo contrario, la renuncia a la soberanía avalará la preocupante sensación de que la opinión pública prefiere obedecer a quienes no ha votado.