Cruzar las estrechas y retorcidas calles del centro de Caspe (Zaragoza) es casi como hacerlo, a menor escala, a través del viejo Tetuán. Las aceras hierven de barbudos paseantes cubiertos con sencillos pero distinguidos galabiyyas de un blanco roto, a juego con sus kufis de ganchillo, y calzando sandalias y zapatos que rozan el faldón. Las mujeres, envueltas en sus largos jilbabs o cubiertas por blusas bordadas y pantalones de colores complementarios, con la cabeza protegida por austeros hijabs, caminan relajadamente, empujando unas el cochecito del niño, arrastrando otras el carrito de la compra y exhibiendo modestamente su bolso islámico decorado con la huella de la sandalia de Mahoma («a quien Alá bendiga y conceda la paz»). A un lado de la acera se vende comida halal, libre de cerdo y de colesterol. Un poco más allá, sentados ociosamente en los bancos de las plazas o sujetando con sus lomos los sillares de las esquinas, observan la vida unos tipos berroqueños, esperando al patrón que les lleve al campo a embolsar melocotones.

«Cuánto moro hay aquí"», le comento a un vecino. «Sí, con tanta fruta…», responde con su fuerte acento maño. Siempre ha habido moros en Caspe y siempre los habrá. En su blasón flotan las cabezas de cuatro moros decapitados. Por Caspe cruzaron los rifeños de Franco. «¡Los moros, madre, los moros;/vienen por las praderías;/los moros, los moros, madre,/dicen, madre, que asesinan!», gritaban despavoridas las aldeanas asturianas del Romancero del Ejército Popular, recopilado por Ramos Gascón. En Caspe se supone que nació Indalecio, el primer obispo de la mítica ciudad de Urci y uno de los siete testigos que acompañaron a la Virgen María cuando ésta vino en carne mortal a Zaragoza para levantar el ánimo a Sant Yago, el matamoros. La interminable reconquista de Spaniya —como llamaban los árabes a Hispania— ha servido para perpetuar actitudes integristas por parte de moros y cristianos y acentuar la carga semántica del lenguaje derogativo.

Qué habría sido de España sin el Islam. Qué sería de Caspe sin el moro: campos abandonados, muros de piedra jalonando las riberas —a veces tranquilas, a veces salvajes— del Ebro. La edad de oro del Islam creció en España; por las venas celtibéricas y godas todavía corre sangre mora; y muchas palabras romances y topónimos cobijan rescoldos del arábigo. Y qué serían Caspe y España con el Islam. Tal vez el sitial del despotismo social y religioso. Los moros de Caspe no van a la iglesia ni veneran a Indalecio como los cristianos: se arrodillan cinco veces al día mientras entonan su silente salmodia sin que nadie les moleste. Ni los moros ni los cristianos caspolinos se quejan o se alegran de sus respectivas naturalezas. La historia, la cultura, la religión y la política son baluartes elevados al margen o por encima de las inclinaciones elementales del pueblo. Ni alianzas ni choques de civilizaciones, qué leches; lo primordial es trabajar, comer y dormir tranquilos como en Qasp —Caspe—, la sede de la nueva morería aragonesa y la antigua de la casta equivalente de los choohra, como llaman peyorativamente en Punjab a los cristianos. Lo importante es lo importante.