Andan los economistas analizando las causas y los efectos de la crisis. Investigan sobre estadísticas comparativas; diseccionan las razones de los vaivenes en el mercado de valores; apuntan los riesgos de la deflación y de la inflación, disertan no sé qué cosas sobre la estanflación, y pontifican sobre el peligro de errar en las recetas. Cuidado con equivocarse, recuerdan cada dos por tres, no vaya a ser que se extiendan peligrosas herejías extremistas. Según su reconocida ciencia, en un mundo tan globalizado como el actual es absurdo poner trabas al mercado. Han estudiado tanto sobre el comprar y vender, sobre el valor añadido, las rentas, los intereses, las plusvalías, las balanzas, los valores fiduciarios y los parámetros de rentabilidad que se han olvidado de la razón última de su ciencia, de toda ciencia: el hombre. Obsesionados con los números y las estadísticas no caen en la cuenta de una premisa tan sencilla como que el mercado necesita de seres humanos, con entendimiento y voluntad. Y con alguna perra en el bolsillo para poder ir de compras.

Conviene recordar a los soberbios sabios de los balances que el hombre ha demostrado que puede vivir sin mercados pero todavía está por demostrar que el mundo y sus mercados vivan sin hombres. Exaltan las bondades del capitalismo sin alma, sin entendimiento ni voluntad, y por lo tanto, sin libertad, los mismos que proponen a los obreros trabajar sesenta y cinco horas semanales por menos jornal. Los mismos que cuestionan las conquistas sociales porque no están sujetas a la realidad del debe y el haber. «Hay que ser competitivos», dicen, en su defensa de lo que llaman mercado laboral. Para ellos, las relaciones entre empresarios y trabajadores son semejantes al regateo en un zoco de Marrakech. Para los hombres sin alma, el hombre es un activo intangible que sumado a los activos tangibles proporciona a la empresa un balance equilibrado de resultados. Llegado el caso de que la presión demográfica, es decir, el exceso de hombres actúe negativamente sobre las expectativas del mercado, habrá que estudiar la posibilidad de ajustar la oferta a la demanda, sin perder el tiempo en más meditaciones. El mercado sólo necesita mercaderes. A fin de cuentas, los filósofos, ya lo decía aquel torero, están aquí porque «tié que haber de tó». En su lógica, el pensar es perder el tiempo. Todo lo que sea perder no es rentable luego no hay que pensar. Así es que droga, pornografía y botellón. Matamos dos pájaros de un tiro: consumimos y no cavilamos.

En sus coordenadas mentales geométricas, asesinas de la dignidad humana, nos insisten en que el crecimiento del Producto Interior Bruto de los chinos multiplica por seis o siete el de la media europea. No dicen las condiciones de vida de los hombres chinos que hacen posible realidades tan hermosas para ellos como la progresión de las gráficas de barras de las balanzas de pago del sureste asiático. Algo que preocupa al pensionista de Gestalgar. Nunca podía imaginar el buen hombre la influencia que tiene un obrero de la Cochinchina en su pasar diario. Todo sea