La primera conclusión tras la sentencia del Constitucional sobre el Estatuto catalán no es sino una admisión de pena: Camps y Pla firmaron una miniatura de Estatuto (un «Estatutet», le llama Morera). No un Estatuto como Dios y el pueblo valenciano, si lo hubiese, mandan. En materia de estatutos tampoco hemos tenido suerte. El del magnolio de Benicássim –que se secó– nos envió por la vía del 143 y la Lotrava, ciudadanos de segunda. El del ficus de las Corts, éste de ahora, está varios peldaños por debajo del catalán. El Estatuto valenciano, en fin, no posee identidad propia: deriva y está condicionado por el resto de las leyes marco autonómicas. Ese purgatorio es letal. Subordina su desarrollo a la voluntad del resto de comunidades. Es, ya se sabía, el espíritu de la llamada «cláusula Camps», que constituye algo así como un pan sin horno o un pez sin agua. Y que ha explosionado ahora, como en una secreción de los vecinos del norte, en todo su esplendor. El Estatuto valenciano es el estatuto de los déficits. Una carta magna dependiente de los demás. Que ha de revisarse en función del listón que se aplique en las autonomías vecinas o lejanas. Un no ser, estando.

El Consell firmó un estatuto que se deprecia por momentos. La primera devaluación ha venido de la mano del Constitucional, que ha dado a luz a la norma catalana entre un albur de sables: los partidos –excepto PP y Ciutadans– han organizado un frente común contra la rebaja, los empresarios velan armas, la movilización de las esferas intelectuales resulta bíblica. Zapatero acabará pagando sus flaquezas: su debilidad para establecer complicidades en los órganos del Estado vendiendo la cabra antes de comprarla.

Desde esta patria chica, ¿cómo entender que sólo tres años después, el Estatut celestial precise ya una metamorfosis? Encima, el Consell pide reformarlo al gusto, como si fuera un «self service» de los ochenta. ¿Por qué se revisa la cuestión de la financiación o la peripecia hídrica y no el techo competencial lingüístico? O la cláusula Camps consistía en reclamar cualquier privilegio que obtuvieran» otras autonomías no contemplado en el marco legal valenciano o era poco menos que nada. ¿Acaso Cataluña no supera el listón en el tema linguístico? Si no se exige el nivel análogo en ese ámbito, habrá que concluir que la reivindicación se funda en criterios arbitrarios. Nuevo orden: lo que convenga en cada momento, bombardeando la naturaleza de la «clausula».

El Consell sostiene lo contrario. El Estatut catalán devuelto a Barcelona por el Constitucional pone en valor el valenciano. Aun así –y hay que hacer un ejercicio de buena voluntad– es incoherente la tesis. El discurso oficial sostenía que existen objetivos de interés general, superadores de los marcos territoriales. Financiación y agua eran dos de ellos. Ahí chocaban dos visiones: la autonómica y la estatal. En realidad la colisión entre ambas era inevitable. La contradicción del Consell surge ya en el origen. Si se pide el mismo techo competencial que las otras autonomías pero se reclama una superestructura estatal que frene la autoridad autonómica es que algo falla. Estatuto de mínimos, respuesta de mínimos.