Como turista, muchos lo hacen, he visitado Olimpia y Delfos y me he asombrado con el Hermes de Praxíteles y con el Auriga de Delfos. ¿Quién no se asombra ante estas dos obras de un arte inspirado en la síntesis del cuerpo y el espíritu? Época gloriosa, renacer de la humanidad, Marx opinaba que los griegos eran la juventud de la civilización.

Estos días se celebra el Mundial de fútbol y se retransmiten por la televisión 60 partidos, que arrastran a las masas, o las obligan a sentarse ante la pantalla pequeña, compartiendo con amigos o desconocidos de Argelia, Inglaterra, Alemania o Costa de Marfil, emociones, aliento o frustraciones. Una argentina trasplantada me dice que ella no se preocupa y así no sufre, porque es sólo una maniobra más del sistema para alienar a la población. El fútbol hace tiempo que es más negocio que deporte y, como el patriotismo, es un refugio de aprovechados y canallas. Los clubes viven a veces al borde la ley o la traspasan, hay demasiado trapicheo.

Pero la sociedad necesita de algo que le dé cohesión. La religión se lo ofrecía antes, la política a veces la ha sustituido. Las visitas a los museos, los eventos de rock y desde tiempos de los romanos, el deporte, la suplen... Emile Durkheim ya dijo que los rituales valen como medio para crear un simulacro de unión espiritual, en el que el número puede hacer pensar que se da un salto cualitativo, es un sacramento. Y que se crea y reparte energía positiva en tiempos de crisis no es baladí. Hoy puede ser la comunión de los que viven enajenados por el trabajo poco gratificante, si lo tienen.

Compartir dos horas, o un mes, estas epifanías, a veces dolorosas, raramente transfiguradoras, en las que lo visual y lo auditivo se confabulan para impulsar el imaginario colectivo hasta el borde del mito, no deja de ser un milagro, una especie de maná que bendice a los espectadores y tiene valor de uso y de cambio universal. Todos somos un poco más iguales y comulgamos en lo mismo. O casi.

Otra cosa es que por esta vía alcancemos lo inefable. Josep Pla escribió sobre Cruyff un artículo inolvidable en Destino, pero no sé si Cruyff vale para mito como Pelé. Francisco Brines también ha practicado con el buril para gloria del balompié. Tengo debilidad por la novela de Ángel Zúñiga Pan y fútbol, que publicó Planeta y que trata de Puchades, ese mito que se sobrevive a sí mismo en Sueca. Nadie negará que los griegos fueron los más acertados y que las esculturas que celebran a los ganadores en diversos deportes en Delfos, Olimpia, Corinto, Nemea… han alcanzado una excelencia que traspasa los siglos. No creemos en sus dioses, no creemos en su polis, pero sí en sus escultores o en sus escritores. No es la eternidad, pero se le parece. Han vencido el olvido, en parte, al tiempo.

La obra humana queda a veces como testigo. Ahí están 4.000 años después las pirámides de Egipto a mayor gloria de Keops, Kefren y Mikerino. De los estadios que se levantan, acá y acullá, con ocasión de Olimpiadas y Mundiales, no sé qué quedará (nada comparable al Coliseo, nada como el teatro griego de Epidauro en el Peloponeso o el Odeón de Pompeya). Ni Hitler en todo su esplendor, con su estadio de Berlín, un prodigio para la época, ni Epi en Barcelona 92. Aunque el Anillo Olímpico nos asombrara, el primero en nuestra historia.

Estos días, el fútbol manda, depara anécdotas, se palpa en las calles, no se oye otra cosa en los bares. El fútbol es un éter en el que se puede comulgar, vivir la fe, la esperanza, la comunión aunque se llegue al desencanto, hay un agon que permite la catarsis colectiva. Los dioses del estadio están vivos, son jóvenes, sonríen. No hay que rezarles, no hacen milagros. Pero transmiten la sensación de que hay vida y que les empuja un soplo salutífero que se consume en un instante. No nos hacen felices, nos dejan entrever a veces, que la gloria o el fracaso están hechos del material de los sueños. Y aquí estamos, con fe viva, con humildad, con modestia, boquiabiertos ante la última jugada.