El presidente de una asociación valenciana de padres de niños con autismo, refería que la incidencia actual de casos de autismo se estima en el 1 por cada 100 ó 150 niños. Como fácilmente se puede comprender, este aumento del mil por ciento respecto de hace tan sólo veinte años, no se debe al crecimiento real de casos, sino a una variación en la clasificación epidemiológica de los trastornos de la infancia. Alrededor de los años ochenta se abandonaron las categorías clínicas (psicodinámicas), a favor de novedosas teorías cognitivo-comportamentales, que sitúan el trastorno autista en el déficit cognitivo, es decir del orden de la deficiencia mental, dejando fuera la subjetividad del niño. La consecuencia es la fenomenal multiplicación de casos agrupados bajo este trastorno. Esto se presenta como un avance científico, queda eliminada la implicación clínica del sujeto, y en consecuencia se aborda únicamente con un aprendizaje que restaure las deficiencias. Tal perspectiva pedagógica, fácilmente, se vuelve invasiva, empuja a los padres a hacerse educadores hasta el límite de sus fuerzas: a más y mejores aprendizajes mayores resultados, y esto sin límite. Hay que decirlo, los resultados, no obstante, son inciertos, no hay una clara proporción entre a más aprendizaje, mayor resolución del trastorno. Y cada vez más se oyen testimonios de padres para advertir de las falsas esperanzas que pueden conducir a verdaderas tragedias.

Se logró diferenciar el autismo de la discapacidad, el doctor Kanner, psiquiatra norteamericano, por primera vez en el año 1943, describió unas características específicas —distintas del cuadro clínico de los débiles mentales— que denominó «autismo precoz infantil», situándolo del lado de las enfermedades mentales. Igualmente otro psiquiatra austriaco, Hans Asperger —en esa misma época— describe un cuadro similar, aunque menos grave, que llama «psicopatía autista», indicando claramente que no se trata de un déficit cognitivo, sino de una «anomalía» de su constitución psicológica. Martín Egge —autor de un clarificador y documentado libro titulado El tratamiento del niño autista— dice que el trastorno del contacto es el quid que conduce al sujeto a tomar distancia y obstaculiza la abstracción conceptual. La razón diferencial del autismo, desde el principio y actualmente también, es la desconexión del sujeto sin déficit mental que lo justifique, se podría decir que, pudiendo neurológica y funcionalmente ser normal, algo enigmático de su forma de ser, impide el desarrollo.

Los niños autistas —el psicoanálisis de orientación lacaniana lo comprueba cada día en los múltiples casos que atiende, así como en las diversas instituciones y familias que orienta— son sujetos que habitan el lenguaje y, si sabemos escuchar su singularidad, ellos nos hablan. Establecer, por fuera de las pautas educativas, el contacto subjetivo, abre las vías de una regulación y un avance madurativo claro. Es lo que algunos autistas llamados de alto nivel, como es el caso de Temple Grandin, no se cansan de repetir. Así pues, no seamos sordos, la tarea no solo es reeducativa, principalmente es hacer posible ayudarle a construir un «autismo entre varios».