Hace pocos días, uno de los comentaristas más acérbicamente conservadores de Estados Unidos, se refería al presidente Obama como «Imam Hussein Obama», insinuando que era musulmán. Poco después, y más directamente, uno de los periódicos basura norteamericanos más conocidos proclamaba, con evidente alarma sensacionalista, que el presidente era musulmán y aducía tener pruebas irrefutables sobre ello. Ambas noticias tenían mucho que ver con la manoseada controversia por la pretendida construcción de una mezquita en un lugar próximo a la llamada zona cero en la que se encontraban las Torres Gemelas destruidas en el atentado suicida del 11 de septiembre de hace hoy nueve años. Así como con la defensa que Obama ha hecho de que los musulmanes norteamericanos (algunos de ellos familiares de víctimas de aquel atentado) construyan una mezquita donde mejor les parezca en tanto lo permitan las ordenanzas locales.

La oposición de parte de la ciudadanía norteamericana a la construcción de dicha mezquita (ciertos sondeos hablan del 50%) resulta sorprendente para muchos europeos (y para muchos conciudadanos norteamericanos). Pues, al fin y al cabo, Estados Unidos suele ser extremadamente tolerante en temas religiosos, como ha mostrado su recepción histórica de perseguidos de otras tierras (especialmente europeas) y el florecimiento en su seno de un sinnúmero de sectas.

Pero el problema de la mezquita parece tener poco que ver con la religión e incluso con la pretendida falta de respeto que construirla en su lugar previsto supondría hacia las víctimas del atentado más famoso del siglo. Parece tener mucho más que ver con la percepción en Estados Unidos de que sus musulmanes no han sido suficientemente activos y visibles en sus denuncias del terrorismo islámico internacional. Y, sobre todo, con el orgullo norteamericano y con una surrealista manera con la que un buen número de norteamericanos parece ver el mundo exterior y entender el patriotismo. Y es que, desde la masacre de las Torres Gemelas, el islamismo integrista (e incluso el que no lo es tal) parece haber sustituido al comunismo como el gran enemigo de Estados Unidos. De ahí que, como en una tertulia entre amigos en el Midwest profundo de ese país decía estos días un interlocutor, «permitir erigir una mezquita en la parte más sensible del corazón de Manhattan sería el equivalente moral a colocar una bandera en el lugar de una victoria miliar o un arco de triunfo como recordatorio de dicho triunfo y, por tanto, reconocer la derrota frente a nuestros enemigos».

Ante tamaña argumentación no sorprende que Estados Unidos tenga dificultad en establecer una política clara en Asia Occidental, uno de cuyos objetivos principales dice ser su democratización (cuando la intolerancia ante la mezquita aumenta precisamente la inquina de esa región hacia los principios liberales que Occidente parece aplicar sólo cuando le convienen). Ni sorprende que el episodio de la mezquita esté afectando las perspectivas del Partido Demócrata en las próximas elecciones congresionales de noviembre.

Jefe adjunto de coordinación y análisis de la Dirección General de Relaciones Exteriores de la CE