Lamentablemente, con enorme frecuencia tenemos que condenar una muerte por violencia doméstica y eso resulta cada vez más doloroso en una sociedad como la española que debería haber abandonado ya, de una vez por todas, el machismo y el recurso a la violencia.

Respecto al machismo, nuestro país ha hecho lo que debía hacer. La coeducación es, en mi opinión, la mejor arma contra la discriminación de la mujer; pues si ponemos en una misma aula a mujeres (a los doce años muchas niñas ya han madurado sexualmente y sobre ellas se cierne la posibilidad de la maternidad) y a niños que todavía persiguen incansablemente un balón alejados de cualquier preocupación, difícilmente aceptarán en el futuro esas mujeres la tan manida superioridad del hombre. Probablemente en este punto habría todavía que avanzar más para eliminar prácticas discriminatorias en la empresa y en la educación de las familias, pero lo cierto es que el futuro se me antoja prometedor.

En cuanto al recurso a la violencia, me temo que si bien nuestro país supo limitar desde siempre la tenencia de armas, si es cierto que cada vez son menos numerosas las peleas y agresiones, otrora tan frecuentes, la sociedad española es todavía una sociedad violenta y eso se aprecia en la agresividad verbal que impera a todos los niveles. Por desgracia, los años de democracia no nos han aportado una mayor educación y no han contribuido a reducir el nivel de violencia en las conductas. Hasta nuestros parlamentarios hacen gala en las Cámaras de una pésima educación, jaleando a sus correligionarios y abucheando al contrincante, interrumpiendo el uso de la palabra y recurriendo al exabrupto o el insulto frente al argumento. Lo peor es que nos vamos acostumbrando a la violencia verbal sin darnos cuenta de que en cada bronca está el germen del desamor y que todas las discusiones hieren la convivencia y la última la mata.

Lo anterior lo digo en toda su amplitud, en lo concerniente al divorcio de la relación conyugal y en lo que toca a la violencia doméstica y a las muertes a manos de maridos, ex maridos o compañeros sentimentales. Por eso, creo que si queremos avanzar en este terreno deberíamos repudiar el maltrato verbal de la misma manera que lo hacemos con las agresiones físicas. Si en el pasado se calificaba de obsceno que una pareja se abrazara o se besara en público, hoy, lo que resulta intolerable es que dos personas, que aparentemente se quieren, disientan las más de las veces por tonterías, y se descalifiquen con insultos y expresiones soeces. Todavía recuerdo, hace años, cuando al entrar apresuradamente en el cubículo del cajero automático de un banco sorprendí en pleno coito a una pareja apoyada en el teclado y cómo acabamos disculpándonos todos, ellos por lo incontenible de su deseo y yo por no haber comprobado que el cajero estaba libre. Y la verdad, cuando pienso en esa escena no puedo ocultar una sonrisa; mientras que aún me duele haber presenciado con mis hijos pequeños la discusión de un matrimonio conocido (ellos no nos vieron) en la que la esposa descalificaba con gritos e insultos a su marido… ¡por haber olvidado su cartera en el asiento del coche!

Por eso, animo desde aquí a que nadie tolere ningún tipo de violencia, ni física ni verbal, ni contra sí mismo ni para con los otros. Porque sólo cuando el respeto haya llegado a las relaciones humanas, se darán las condiciones para que no haya más muertes por violencia doméstica.

Catedrático de Química Analítica. Universitat de València