El líder socialista, Jorge Alarte, ha salvado las primeras sacudidas serias en su organización desde que se alzó con la secretaría general. Los temblores han llegado desde las primarias, esas elecciones internas que sirven para medir adhesiones y penetrar, por procedimientos veloces, en los saloncitos orgánicos del partido. Lo intentó Asunción y fracasó; lo ha intentado Mata y Valenzuela y se han estrellado contra los poderes cómplices que fraguan la actual dirección. Zapatero ha salido tocado del proceso de Madrid y su liderazgo está en cuestión. Es el peligro de dar la cara. Las apuestas tan evidentes, si se hunden, dejan malparado a quien las impulsa. Alarte, en cambio, ha emergido de las primarias más estable que antes, más sólido. Ha sido cuestionado también, pero ha vencido (Sagunt al margen).

Zapatero entra en el postzapaterismo bajo el yunque de la crisis económica y enviando señales complejas. Su desautorización en Madrid –Gómez sobre Jiménez– acumula aún más desconcierto. Un desconcierto evitable a poco que ZP hubiera evitado calzarse los guantes de boxeo. Si no es capaz de sujetar a su partido –y ZP es un experto en esos dominios, como Alarte, y al contrario que González–, su debilidad ha de ser extrema. Es la lectura de la opinión pública. Simple y contundente: malos tiempos para ZP.

Nadie esperaba que Broseta, el secretario general de Valencia, auxiliara a Alarte. Su mando es frágil y su renovación ha sido más organizativa que real. Son los poderes constituidos, Abalos y Rubio, los que han salido al rescate del secretario general. Alarte le debe ya muchos favores a Abalos. Y el del domingo es de enorme trascendencia. Le dictó las respuestas al líder para que pasara la reválida con nota. Un castigo hubiera favorecido su declive –o al menos generado muchas dudas–, como le ha sucedido a Zapatero. Si Alicante no suponía un problema, Valencia sí. Pasado el examen, a Alarte le queda la asignatura mayor de toda su carrera, la misma que suspende mes tras mes: su inserción social. Luna lo ensombrece. El responsable del PSPV apenas ha ampliado su liderazgo social desde que accedió a la secretaría general. No va sobrado de tiempo para revertir el desajuste.

Joan Calabuig, que se medirá con Rita y en quien ha depositado su confianza Alarte, es hombre alejado de la demagogia, la retórica hueca y los engaños dialécticos (estos últimos, el pan de cada día de la politiquería valenciana). Esperemos que la campaña no entierre esas virtudes. Calabuig se va a fundir enseguida en el insoluble conflicto de Valencia. La militancia pide sangre contra Rita; la sociedad prefiere la moderación, como dictan las elecciones. Valencia es enormemente conservadora. Si Calabuig se pega a Rita (como hizo Maragall con Pujol) y cultiva a los sectores que le otorgan mayorías aplastantes, la zozobra en la militancia está asegurada. Si fabrica una oposición de hierro, la desafección ciudadana puede afianzarse, como verifican las urnas cada cuatro años. La disyuntiva es demoníaca. Ni Carmen Alborch ha podido salir bien parada del embrollo.