Rita Barberá acaba de inventar lo que será el acto lúdico más exitoso del siglo XXI: Ir la víspera del 9 de octubre a fotografiarse con la Senyera. Nadie resiste el poder mágico del tótem. La Senyera es el símbolo fálico en el que Freud se hubiera fijado para interpretar la conciencia profunda de los valencianos. Ella movió y removió la transición valenciana y aún hoy es pasto del electoralismo más agresivo.

Cabría preguntarse, ante esta acción del Ayuntamiento, que es lo que hace la Generalidad. El presidente Camps presume de arroparse en la Senyera ante las crisis que sacuden nuestra sociedad, pero realmente Paco está desnudo. No tiene en su fastuoso palacio de la calle Caballeros, iniciado en el siglo XV y finalizado en tiempos del régimen innombrable, una mala Senyera con la que taparse sus intimidades. La Generalidad no tiene Senyeras, y en cambio el Ayuntamiento las tiene hasta multiplicadas.

Esto tiene una explicación histórica. La Generalidad nunca tuvo una Senyera porque no existía como gobierno regnícola. La Diputación del General era la oficina de impuestos, y no había sitio para ostentaciones. Quien tenía la Senyera era el palacio de los Jurados, ministros a la vez de la Ciudad y del Reino. Cuando las instituciones valencianas fueron desarticuladas por Felipe V pasaron todas sus propiedades al ayuntamiento que se instauró al estilo castellano. Por eso la Senyera siempre pareció algo local.

Al resurgir el sistema autonómico nadie se preocupó de poner las cosas en orden. El PSOE veía la Senyera como un fantasma amenazador para su hegemonía de izquierdas, y la derecha tuvo la clara visión política de convertirla en su tabla de salvación para recuperar el poder perdido. Sin este uso y abuso de la Senyera, Valencia seguiría, como Andalucía, bajo el dominio de un partido hegemónico. La propiedad del símbolo fálico decantó las urnas en un sentido u otro, y de esto el socialismo valenciano todavía no se ha enterado.

En medio de este panorama senyeril ha aparecido la foto melancólica del presidente de Unión Valenciana aferrado a una Senyera de los años treinta que Blasco Ibáñez nunca pudo mirar ni tocar, pues murió en 1928. Cual Penélope despechada se plañe de que Rita no le da audiencia para regalársela. ¿Por qué había de hacerlo? Rita tiene ya una colección de Senyeras.

Lo que debiera hacer un partido nacionalista con un objeto de esta entidad, sería acudir directamente a la Generalidad y poner a Paco Camps en un compromiso. Regalarle la Senyera vetusta a la institución de autogobierno obligaría al ejecutivo valenciano a restaurarla dignamente, y tallarle una vitrina apoteósica. A partir de ese momento la Generalidad ya tendría bandera propia, que nunca la tuvo, y con ello los presidentes del futuro podrían envolverse en ella cuando les viniera en gana, incluso con las becarias si las hubiera. Pero es que en esta Valencia nuestra la falta de imaginación es un mal endémico. Lo solapamos haciéndonos fotos junto a símbolos freudianos de nuestra impotencia.