Es lo que tiene esto del bienestar, que lo hemos construido tan tarde y tan frágil que ante la más mínima de las tormentas que puedan acechar su adecuado funcionamiento, ¡zas!… nos tememos lo peor. La semana pasada, organizado por la Red Española de Políticas Sociales y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, tuvo lugar un encuentro de expertos en políticas públicas. La finalidad era analizar la situación del Estado del Bienestar en España tras la crisis. Uno de los términos más utilizados fue el de «sostenibilidad», que viene a ser una versión culta del «virgencita, que me quede como estoy», algo sumamente injusto en un país en el que las prestaciones sociales no han alcanzado la intensidad de los países europeos de nuestro entorno.

Nos tememos lo peor y hay razones para la alerta. Los recortes sociales son una crónica anunciada. Hasta ahora, apenas se ha producido algún arañazo, limitando la retroactividad de la reciente Ley de la Dependencia, pero el horizonte apunta algunas amenazas importantes. Sin ir más lejos, la edad de jubilación actual parece que tiene los días contados. Si echamos un vistazo a nuestro alrededor, tengo que confesar que los franceses y su capacidad de reacción me pone; hay que ver la respuesta de los vecinos del norte: en lo que va de año, han sido capaces de convocar seis movilizaciones contra la política social de Sarkozy y además con huelgas generales de las de verdad y no de baja intensidad. Todo eso porque sus dirigentes se han empeñado en jubilarlos un lustro antes de lo que nos espera a los españoles a partir de dentro de muy poco, al pasar de los 60 a los 62 años. Ya se sabe que las comparaciones son odiosas, pero me da la impresión de que lo es todavía más el resultado si lo haces.

Según nos contaron, con nuestra entrada en la UE pasábamos a formar parte de un club selecto. Pero nadie nos había dicho que la condición era el pago de un peaje tan relevante como perder la capacidad de decidir acerca de qué modelo de bienestar queremos y necesitamos. Ahora nos dictan desde Bruselas hasta dónde podemos proteger y lo que tenemos que recortar para seguir perteneciendo a la elite. Lo malo es que los recortes nos pillan sin la faena terminada y con un carajal entre las distintas comunidades, de manera que algunas prestaciones de las autonomías que más empeño están poniendo ni siquiera se parecen a las de otras comunidades que miran hacia otro lado, retrasando y precarizando las distintas medidas de protección.

El Congreso de Políticas Sociales ha sido una buena muestra de esta dificultad de construir un modelo de protección al mismo tiempo que un Estado descentralizado sin los suficientes elementos de cohesión que garanticen la expansión equitativa de los derechos sociales. Ojalá alguien tomara nota de esta evidencia, pero da la impresión de que no corren buenos tiempos y además tampoco parece que sea un tema que interese a la mayoría de la sociedad española. Al menos, a la vista de su escasa presencia en el debate público.

Profesor de Política Social. Universitat de València