El alma progresista de la ciudad de Valencia es un mito que parte de los tiempos de Ricard Pérez Casado. En 1979, Martínez Castellano sacó 12 ó 13 concejales y el PC, 6. Los 18 concejales socialistas de Ricard en el 83, origen del imaginario que ha sedimentado las mentes de la izquierda y a no pocos sesudos analistas hasta hoy, derivaron de la resaca de Felipe González (1982), aquel tiempo del cambio que bañó España y que trituró a otras formaciones. Cuatro años más tarde, hace ya 25 años, Ricard obtuvo 13 concejales, y estableció una línea inamovible. Los mismos ediles que Clementina en el 91 (PP, 9; EU, 3 y UV, 8). El punto más bajo del tránsito socialista por Valencia alcanzó a Aurelio Martínez en el 95, ocho concejales (cinco, EU): tiempos de cambio, pero esta vez hacia la derecha. Noguera, 11 (EU, 2), Rubio, 12 (EU, 2) y Alborch, 12 (concurrió con el Bloc y EU no obtuvo representación). La menor diferencia en porcentaje de voto respecto al PP en esta nómina de candidatos la logró Rubio, un dirigente que no es, precisamente, Robert Redford. Ese dato es en sí mismo una reflexión sobre el carisma. La secuencia es, en todo caso, irrefutable y retrata a la Valencia inmóvil y conservadora, esa que tuvo un «desliz» (como lo tuvo España) en los albores de los ochenta. Treinta años nos contemplan. Si Calabuig reproduce la radicalización del PSPV de Valencia, que ocupa hoy el espacio de EU (con Alborch de bandera), acabará cultivando, el candidato, tomates en la huerta, esperemos que ecológicos. La imagen actual del PSPV es la de una foto fija en la que unos señores son aporreados en el Cabanyal por la policía. No digo que la causa no sea noble. Reconducir esa marca –de fracasos históricos– para acortar distancias con el PP sólo es posible a través de una metamorfósis biológica. Convertir a Calabuig en el heredero de Rita. Y ya se me entiende.