Limitar la velocidad a 30 km/h en una parte del centro histórico de Valencia resulta una medida absolutamente insuficiente teniendo en cuenta la situación real de nuestras calles y plazas: intenso tráfico de paso, aparcamiento incontrolado, aceras que se ensanchan y enseguida se llenan de motos y otros cachivaches, bicis desprotegidas, peatones indefensos, ruido y aire envenenado… Aplicar una ordenanza 30 a unas calles que por su morfología ya dificultan velocidades altas, no es sino hacer de la necesidad virtud, o una muestra de oportunismo político, cuyos efectos positivos, conociendo la disposición general a cumplir y hacer cumplir las normas, serán limitadísimos. No obstante, bienvenida sea, al menos por lo que significa de reconocimiento del papel de la velocidad en la seguridad.

Calmar el tráfico en las ciudades significa disminuir las velocidades efectivas y a su vez, reducir sustancialmente la cantidad de vehículos que circulan y aparcan por las calles. Esto último únicamente se consigue con ordenanzas de reducción del acceso para vehículos particulares. Sólo así el espacio público se humaniza y permite la coexistencia de los diferentes medios, respetando a los más débiles. Pero, sobre todo, generan un efecto muy positivo en la salud pública. El tráfico motorizado es una auténtica epidemia mortal que, según la Organización Mundial de la Salud, causa más víctimas por la contaminación que por los atropellos, a la manera de una bomba silenciosa.

Viajo en vacaciones: Oviedo y Burgos (por citar dos ciudades gobernadas por el mismo partido que aquí) presentan restricciones drásticas de acceso en sus centros, especialmente la primera, por mucho que fuera de éstos la situación se mantenga todavía ligada al modelo «todo para el automóvil». Muchas ciudades europeas, y progresivamente algunas españolas, presentan centros históricos civilizados, amables, limpios, en donde la actividad comercial, el paseo y la estancia devuelven a los peatones a la condición de ciudadanos. Los efectos sobre otros aspectos de la ciudad son evidentes: renacen nuevas actividades económicas y sobre todo, despierta el deseo de ser de nuevo habitadas.

Valencia, en cambio, no ofrece síntomas de salir de la situación de excepcionalidad en la que se encuentra. El temor patológico de nuestros gobernantes a causar cualquier molestia a los coches resulta muy preocupante y paraliza cualquier posibilidad de renovación. Cuando el Consell anunció el pasado mes de enero una nueva ley de movilidad, el responsable de la norma se apresuró a afirmar que no iba contra los coches. Y más recientemente, al presentar la encuesta sobre los desplazamientos en el Área de Valencia, el mismo departamento, aun reconociendo que la radiografía actual no es satisfactoria, se fija como objetivo una ridícula reducción del 12% de los viajes en coche para el año 2020.

Hay que recordar que son las políticas públicas de la mayoría de los gobiernos —las urbanísticas y las de infraestructuras— las que estimulan su uso, al patrocinar desarrollos dispersos y llenar el territorio de carreteras, rondas y nuevos accesos. Estas políticas favorecen descaradamente los modos más costosos y perjudican a los de mayor rentabilidad económica, social y ambiental.

Nuestros centros históricos necesitan medidas de protección profundas y eso significa, en cuestión de movilidad, permitir el acceso en coche únicamente a residentes y servicios. Calmar el tráfico, por otra parte, es una práctica a extender a toda la zona urbana. Tiene coste mínimo y beneficios máximos.