Se cumplen cien años de la fundación de la CNT, unas siglas llenas de significado histórico, por supuesto, pero eso me da igual, también es histórica la Compañía de Jesús, la Armada británica y el Estado prusiano —que, según dicen, dijo Ernst Jünger que eran las principales fuerzas conformadoras del mundo—, también son históricas, digo, estas y otras entidades mucho peores y, sin embargo, no me dicen nada (bueno, la Armada británica es especial, eso lo admito). La CNT, sí y no por razones estrictamente sentimentales. Trataré de entretenerme en algunas de esas razones no sentimentales.

A diferencia del comunismo, que no ha superado la prueba de realidad —la única prueba fiable—, y de la socialdemocracia, que la ha superado de sobras, a menudo demasiado airosamente, el anarquismo sigue conservando su médula irreductible, su encanto prístino, su sentido primordial. ¿Por qué obedecer? Obviamente, por nada. Recuerdo que Joan Fuster, cuando nos invitaba a los jóvenes airados a bebernos su whisky, nos preguntaba, entre otras cosas, por nuestra fe política. Algunos éramos más o menos anarquistas. Y Fuster contestaba: «Sí, és clar. I què més?». Era, entonces, una actitud común: el anarquismo parecía una cosa insuficiente, bien intencionada. Mala y poca información: los movimientos más interesantes de aquel momento se producían en Norteamérica, seguramente porque ni Francia ni Alemania los merecían, y eran libertarios. De ellos derivan lo más precioso del ecologismo, el feminismo y otros -ismos. Hubo un terrorismo acogido a la bandera negra, cierto, pero no ha habido terrorismo con problemas para encontrar acogida bajo ésta o aquella bandera. Ya conocía el anarquismo de derechas (Pío Baroja o la generación humorística del 27), pero el neoliberalismo ha creado el banquero anarquista (Pessoa): fuera el Estado, excepto en mi empresa. Coges un coche y recorres las carreteras heladas de New Hampshire y tropiezas frecuentemente con un letrero: «Vive libre o muere». Vive: con el fuego, el ultraviviente.