Me dicen que Zapatero habla a interlocutores diversos de que está dispuesto a «inmolarse», tomando cuantas medidas impopulares sean precisas con tal de salvar al país de una quiebra. Ignoro si en el concepto de «inmolación» se incluye volver a presentarse a las elecciones para, de acuerdo con la tendencia imparable que muestran las encuestas, perderlas más o menos estrepitosamente; opino que, por diversas razones, ZP acabará optando por no concurrir a la reelección.

Lo cierto, en todo caso, es que a la presidencia de ZP le ha tocado —su gestión de la crisis ha distado de ser ejemplar, pero es obvio que él no es el padre ni el responsable de esa crisis— conducir el barco a través de la peor tormenta internacional que se recuerda. Y no deja de tener su grandeza el espectáculo del capitán atado al palo mayor llevando el timón, puede que él sepa que inútilmente, en medio del espantoso oleaje.

Estamos, y gentes cercanas al inquilino de la Moncloa lo admiten, ante el fin de una concepción del Estado de Bienestar. Hay quienes lo ponen aún peor: estamos ante la caída del nuevo Imperio Romano. Y cierto es que no deja de haber algunas similitudes entre el ocaso de aquella situación que convertía en casi ociosos de vida muelle a quienes tenían la fortuna de estar entre las clases dirigentes, mientras el Imperio iba siendo invadido por gentes de otras culturas, gustos menos refinados y hábitos menos decadentes y más expeditivos.

Otra cosa es que esa caída empiece, como quieren algunos, por la Moncloa y su principal habitante. Porque la verdad es que todos los países de Occidente, comenzando por la Vieja Europa, que es el remedo de ese Imperio que se resquebraja, han tenido que dar severos tajos a su estado de bienestar. Y, en el fondo, las discusiones que se están dando en España sobre recortes en las pensiones, frenazo a la función y a la obra públicas, retraso en la edad de jubilación o mermas en la universalidad de la educación y la sanidad, son prácticamente las mismas que se producen en los famosos países de nuestro entorno, aunque nadie quiera darse por enterado.

Porque ocurre que España sigue siendo un país endogámico, que sigue con pasión unas elecciones primarias en Madrid, en las que votan catorce mil personas, e ignora el voto, el mismo día, de ciento treinta y cinco millones de ciudadanos en un país tan importante para nosotros como Brasil. Por ejemplo. En ese sentido, la impopularidad que aqueja a Zapatero puede ser mayor, a escala nacional, que las de Obama, Merkel o Sarkozy, para no hablar de ejemplos atípicos como el de Berlusconi, pero, en todo caso, esa merma de imagen es un fenómeno compartido con todos ellos. Lo importante ahora no es tanto saber qué será de todos los mentados ante sus próximas confrontaciones electorales —menudo viene el año 2012—, sino si quienes vienen a sustituirlos son capaces de adecuar el sistema a los cambios enormes que, al parecer, tanto se necesitan.