La restauración de bienes del patrimonio histórico exige que el uso materiales originales y de técnicas que permitan diferenciar lo nuevo. En arquitectura ha sido habitual que las ampliaciones de un edificio histórico mantengan volúmenes o fenestraciones, pero renuncian a mimetizar, falsificándolas, las decoraciones o elementos constructivos de otras épocas. El caso de la ampliación del Palacio del Marqués de Dos Aguas puede ser una excepción. A veces, la restauración incorpora elementos claramente anacrónicos como en la Puerta de Ramos de la Catedral Nueva de Salamanca, restaurada en 1992, en la que el cantero labró, entre otras figuras modernas, un astronauta, que ha sido objeto de vandalismo recientemente. El riesgo que se corre es que un espectador no informado crea que el elemento es original.

En la restauración de pinturas, si es necesario llenar lagunas o reintegrar colores se recurre a materiales reversibles y técnicas muy precisas y distinguibles. Pero ocasionalmente se han incorporado elementos extraños por razones morales, de adaptación al gusto del propietario o del mercado o por caprichos de restaurador. Sobre la frente de la vieja bohemia del cuadro de Georges la Tour «La adivinadora de la fortuna», algún restaurador escribió «merde», inscripción hoy borrada por el Museo Metropolitano de Nueva York. Esta obra, por cierto, fue adquirida, disputándosela al Louvre, por el galerista Wildenstein, que la vendió de forma rocambolesca, por no decir ilegal, al museo americano. El ministro Malraux tuvo que comparecer en la Asamblea Nacional y puso trabas al ingreso del galerista en la Academia de Bellas Artes.

Pero quisiera referirme a una restauración con anacronismos por la que confieso mi debilidad. Se trata de las pinturas de la cúpula de la ermita de la Mare de Dèu de la Consolació en Llutxet. Justo debajo de los huecos de las vidrieras se había perdido totalmente la pintura. Manessier, veraneante ocasional en la ermita por su amistad con Alfons Roig, realizó unas nuevas vidrieras. Al colocarlas aparecía crudamente el deterioro de las pinturas, así que don Alfons decidió encargar a Artur Heras una intervención restauradora. Pero no quería más ángeles músicos, sino escenas relativas a la historia de la ermita. Así, figura la escuela de primeras letras con el maestro retribuido con huevos y verduras; el cazador que disparó contra la cruz, pero de cuya arma no salen perdigones sino papelitos de colores; el sombrero de Charlot o una referencia al jazz.

La decisión fue arriesgada y posiblemente sin las autorizaciones correspondientes de los órganos tutelares del patrimonio. Pero el resultado, sin ensombrecer los significados de la obra original, es un enriquecimiento de la cúpula y una interpretación ajustada de las obras de misericordia, de la hospitalidad y de la acción redentora de la cruz. No se trata de una obra nueva ubicada en un edificio histórico, como la intervención de Barceló en la catedral de Palma, iniciativa del obispo Úbeda.

Lo que hicieron Artur Heras y Alfons Roig fue una intervención en la propia pintura, que restauraron de forma creativa aprovechando la exigencia de hacer distinguible lo viejo de lo nuevo. Sin hacer ninguna broma, sino absolutamente en serio.