El placer de la ciudad se siente de verdad en las comunas del norte de Italia. De la ciudad tal como la soñó Occidente, como la forma natural de la vida humana, la condición específica de la vida buena. «Ciudad eterna», dicen de Roma, pero éste es solo el caso más destacado. Cada ciudad, a su manera, comparte ese destino de eternidad. Esto se percibe en Padova, con la basílica de su santo confesor, por la que siguen pasando al día miles de peregrinos ante la tumba de Donatello, radiante, intemporal, como si se hubiera terminado ayer; o con ese edificio de La Ragione, recién restaurado, cuyos bajos siguen siendo el mercado de la fruta, igual que hace siglos. Por doquier se acumula tiempo histórico, pero de esa manera humanizada que hace fácil la vida en común, le concede la profundidad del hábito, la seguridad de referencias, la estabilidad de la forma. Percibir que el legado histórico se torna aire sencillo que uno respira, esa experiencia no siempre la tenemos al alcance de la mano nosotros los españoles, que pasamos de la ruina a lo rutilante, dejando por doquier abiertas las heridas de la discontinuidad.

En la Plaza del Valle de Padua uno puede leer el periódico casi como un secreto patriota véneto de mediados del XIX. En el gueto, recién recuperado, puede soñar con leyendas de mercaderes, de la misma forma que en el Teatro de la Universidad puede recordar a los discípulos de Vesalio, o escuchar en el aula cercana al viejo Galileo preparando los utensilios científicos para sus alumnos, o litigando por el derecho de propiedad de sus telescopios. Aquí, Berlusconi se escucha lejano, como Bossi o Fini. La ciudad respira tranquila y estable, y nos protege del mundo del afuera. Abro el diario. Una carta del Papa Juan Pablo I, muerto a los pocos días de pontificado, en primera página. Al hilo del Premio Nobel concedido al padre de la fecundación in vitro, y la airada reacción de la curia vaticana, los diarios italianos publican una carta conmovida, sutil, inteligente, del entonces obispo Luciani, dirigida a la familia de la primera niña así fecundada, y así insisten en que su catolicismo es otra cosa, una que no tiene nada de dogmática ni de obsesiva, una que se concentra en lo cercano, en lo singular, en lo concreto. Ese espíritu brota de la amicizia de la ciudad. Y uno comprende que el catolicismo es fruto natural de esta tierra italiana y que entre nosotros no ha dejado nunca de ser más bien algo rudo, violento, como implantado en tierra de infieles.

Debates en Padua sobre la guerra, sobre la aparente pacificación mundial, sobre la despolitización general de Occidente, y siempre, en medio de todos los diagnósticos, Carl Schmitt. Inquietud acerca de cuál será la futura forma de politización de nuestras sociedades cansadas, envejecidas, impotentes; inquietud por ese aumento de percepción de la inmigración como problema, por el aumento que percibe a la clase política como agravante. Inquietud, a lo lejos, porque ese cóctel resulta explosivo. Inquietud por esa guerra de divisas en ciernes, los verdaderos «grandes espacios» mundiales schmittianos; inquietud por la ideología con que se cubrirá esta vez esa guerra económica que nos viene y por el chispazo que la podrá encender. Por un instante, la vida de Padua, en esas horas rutilantes del medio día sin niebla, parece un oasis de paz. La serenidad, sin embargo, a la tarde se hunde en la niebla que viene de la cercana laguna de Venecia, del húmedo subsuelo mismo de la historia. Y de nuevo, de ese subsuelo brotan los peores fantasmas justo cuando por doquier gobiernan o insolventes o corruptos, o ambas cosas a la vez.