El plan apasionante de Mariano Rajoy, también llamado «el coñazo del desfile», se celebró como todos los años, con madrugón para los hombres y mujeres de los distintos cuerpos etcétera, derroche de combustible en pinturerismo marcial y mil soldados menos porque el recorte llega a la Fiesta Nacional con la que la nación se conmemora y representa. No faltaron, puntuales, los abucheos al presidente José Luis Rodríguez Zapatero que, además de legítimo ejercicio de la libre expresión, pasan a formar parte de la recia tradición.

La austeridad del desfile se parece a toda la que se está aplicando y viene a ser como la cucharada menos de azúcar en el cortado del obeso. No es gran cosa lo que podemos mostrar para impresionar con nuestra capacidad armamentística al enemigo y menos con desfiles más flacos. (Del enemigo hablaremos otro día).

Donde mejor se conjuga ahora el verbo desfilar es en Pyongyang (Corea del Norte) porque pueden escoger legiones de personas de igual peso y altura que refuercen su uniformidad con uniformes, hacer que dediquen un número indecible de horas a realizar al unísono un paso desaconsejado por los traumatólogos de Occidente y porque un sistema político y económico tan estable como una dinastía dictatorial comunista permite planificar con grandiosas anchuras calles y plazas según un orden imperial y cinemascópico de mayor coherencia arquitectónica y urbanística de la que consigue la libertad de mercado.

Lo austero sería repetir en La 1 el desfile del año pasado. Pero eso es un ideal, una utopía. Como hay pueblo al que el desfile hace ilusión podrían sacarse a la calle sólo las nuevas adquisiciones y, para que nadie quede sin diversión, mantener la tribuna. En ella, el Rey (tan caro a los que gustan de estas cosas), y el presidente del gobierno. Desfilando ante ellos (carnero opcional), los que silban y abuchean al presidente.