Pues sí. Titulaba ayer en portada un diario madrileño, con un cierto tonillo como si se alegrara de ello, que «al Valencia le han bajado de la nube», en referencia a su mínima derrota en el Camp Nou frente al «super-Barça». Pero no es de la nube deportiva de donde tiene que bajar el Valencia, un terreno en el que al fin y al cabo se está batiendo el cobre con cierta soltura y algo más que honor, aunque al final, es de temer aunque no se diga, los resultados serán parejos a la inversión y medios depositados en la plantilla. O sea, escasos. Es de otra nube, la económica-financiera en la que se hayan instalados desde hace tiempo los gestores y accionistas del club, de donde se tiene que apear esa empresa (tan emblemática que dicen representa a toda la Comunidad Valenciana en el mundo exterior) y empezar a pensar -y sobre todo a actuar- en clave de futuro y de empresa deportiva moderna. De algún modo, tal vez estén ustedes de acuerdo, el Valencia sintetiza mucho de lo malo -venga, y de lo bueno también- que tenemos en la Comunidad Valenciana y de la gestión que de todo ello hacen los gestores que hemos situado al frente de ambos tinglados, Manuel Llorente y los suyos en el VLC FC SAD, y Francisco Camps y los otros en la GVA. Ya hemos utilizado en alguna ocasión esta fórmula comparativa entre unos y otros y observamos que con el paso del tiempo sigue siendo perfectamente vigente. Vidas paralelas.

Dediquémosle un poco de espacio a los primeros, que los segundos están sobrevalorados en materia de atención. Bien, pues lo primero que se observa es que del Valencia aquel subido a la burbuja por obra y gracia de la familia Soler y de la Administración autonómica que la aupó (y dale, ¿ven qué fácil es que se le vaya a uno el santo al cielo continuamente...?), aquel Valencia que se compró unos campos en Porxinos para construir la ciudad deportiva y no sé cuántos miles de vivienda y campos de golf, el que sedujo a la alcaldesa para que le cediera unos terrenos públicos «prime time» en mitad de la nueva Valencia para construir su futuro megaestadio, el que iba a vender en un plisplás el solar del viejo Mestalla para construir rascacielos a tutiplén... en fin, aquel Valencia que al poco de la crisis devino en cenizas, sin Porxinos, sin megaestadio, sin vender el viejo Mestalla y con una deuda de cientos de millones de euros, decenas de miles de millones de la antiguas pesetas... todo aquel Valencia, han pasado los años, las ligas, y permanece exactamente igual. Ahí están sus mismos intermitentes gestores (un Llorente que ha asumido todo el control aunque en el fondo le gustaría trabajar en otro sitio), sus mismos acreedores (la caja que por motivos de conveniencia ha dado vela en este entierro a los madrileños), y sus mismos accionistas, con un prenuclear y redivivo Társilo Piles manejando más del 70% de las acciones depositadas en la Fundación. Y de fondo color sepia y un decorado a la altura: una enorme y constante deuda, con sus intereses (rebajada a poco más de 400 millones, según acaba de anunciar el propio Llorente sin especificar detalles), vendidos sus mejores activos (suena mal denominar así a las estrellas del club), lo cual empaña/empeña su bien más preciado: la solvencia deportiva del equipo y, esencialmente, una ausencia total de ideas de peso que permitan a la empresa salir del agujero y despegar hacia el futuro en un plazo de tiempo más o menos asumible (es decir, que lo podamos ver).

En efecto. Con toda seguridad, Manuel Llorente es un gestor honrado y un eficaz administrador de empresas que no ha perdido la cabeza un sólo instante y a quien el club le debe las importante dosis de sensatez inyectadas en una sociedad enloquecida tras los sucesivos vendavales que la han sacudido en los últimos tiempos. Pero una vez recuperada la estabilidad societaria, un buen trabajo de Llorente, ha llegado el momento de mover ficha, de dar un salto hacia delante que marque el terreno donde quiera jugar el club en el futuro, un lugar muy alejado de la actual tristeza de supervivientes que no pone la vista más allá del final de Liga y sólo espera el oportunismo de un golpe de suerte, cualquiera, en forma de jeque o millonario ruso, para salir de la mediocridad. La suerte no funciona así. La encuentra quien la busca y quien se la trabaja. Y el primer paso es dotarse de un modelo de negocio, de gestión, de financiación, comercial, de marketing, todos acordes con los tiempos... ese tipo de acciones que sólo los profesionales expertos saben hacer. Y el Valencia, qué quieren que les diga, no puede ser gestionado ni como un supermercado de éxito ni como una promotora del montón. Necesita un plan, parecido -o calcado- al de los de los grandes clubes europeos que han sabido reconvertirse a tiempo en modernas empresas deportivas, financiadas en bolsa, conscientes en el mundo en crisis el que se mueven y a pesar de ello conocedores de la multitud de herramientas disponibles y a su disposición. Es posible que el Valencia tenga olvidado en algún polvoriento estante planes de este tipo. Pero no es de planes de lo que estamos hablando, sino del factor humano que debe gestionarlos. Mejor dicho, del factor profesional. Pero más que una buena planificación y ejecución de proyectos, realizadas por ejecutivos profesionales, allí lo que se lleva es -como en muchas de las prehistóricas instituciones valencianas- conservar el poder y las poltronas, permanecer. Las mismas caras y las mismas políticas lustros después, los mismos gestos, los mismos tics... todo sigue igual. El mundo avanza, pero el Valencia -ahora sí: «como la Generalitat»- permanecen bloqueados en su propia parálisis. Y los aficionados -y los votantes/contribuyentes-, absortos en el día a día, dispuestos a no permitir que las pequeñas inquietudes que representan los cambios, aunque sean para mejorar, alteren su rutinaria vida cotidiana.

Doble impacto. No es una película americana de acción plagada de efectos especiales, salvo en lo de los «efectos especiales». Es sólo una forma de referirse a los dos informes presentados la semana pasada sobre el impacto del AVE en la economía valenciana y en general, en la española. ¿Cómo pueden plasmarse tantas diferencias entre uno -presentado por un autodenominado Centro de Estudios Tomillo, próximo al PSOE y que ya fabricó en su día y sin dar pie con bola el del impacto de la 32ª America´s Cup para las cámaras de comercio- y el otro, diseñado «prêt-à-porter» por Price Waterhouse a toda mecha y dicen que aún sin terminar para la Generalitat? Ambos se han autodesautorizado mutuamente, así como sus patrocinadores. Lo fácil, barato, sensato, talentoso (añadan aquí todos los adjetivos que quieran), hubiera sido que las dos administraciones se hubieran coordinado hace tiempo para encargar un único estudio a una institución prestigiosa para que lo presentara en tiempo y forma de modo que no pudiera ser utilizado políticamente ni cuestionado técnicamente. Pero no es el caso. Seguimos eligiendo mal a nuestros políticos.

Periodista[cruzs@arrakis.es]