Como era previsible, el arbitraje vasco ha funcionado y Zapatero renace jovial. El sistema político español, y no sólo el actual, apenas ha gozado de esa cualidad que le hace reposar sobre sí mismo. Incapaz de regular sus propias divisiones, a menudo ha necesitado árbitros externos o periféricos. Éstos, justo por su propia actividad arbitral, desgastan y amenazan el sistema. Ésta fue la función del Rey en la Restauración de 1878 y ésta es la función de los partidos nacionalistas hoy. Un siglo después, y con pocas excepciones, seguimos con la necesidad de mecanismos casi automáticos que permitan formar o mantener gobiernos en los tiempos difíciles. No es culpa de los nacionalistas. Es más bien responsabilidad de los que no saben medir la intensidad de sus enfrentamientos. Ése es nuestro problema, también milenario. Y de la misma manera que la necesidad de intervenir dejó a Alfonso XIII aislado y odiado por todos, así el sistema de arbitraje de los nacionalismos amenaza nuestra estabilidad. En realidad, aumenta nuestra dependencia de ellos y nos lleva a un círculo vicioso. Y esto por dos procesos divergentes pero aliados: mientras que los partidos que arbitran cobran caro por su papel, aumentando su poder y encaminándose hacia la salida del sistema político español, muchos alarmados por este juego se sitúan en la frontera del sistema democrático, al que desprecian justo por necesitar de aquellos árbitros que su propia radicalidad hace todavía más necesarios.

En estas condiciones, todo se sitúa en una línea de pendiente hacia el descontrol. Uno tiene derecho a preguntarse cuál es el siguiente paso de los que no callan en sus gritos airados ni ante lo que ellos mismos consideran sagrado, de la misma manera que tenemos derecho a preguntarnos por la siguiente prima de arbitraje del PNV. Urkullu ha dicho: ahora que el Estatuto está completo, podemos pensar de verdad en ir más allá del Estatuto. Esto es lo único real. Si CiU no ha entrado en este juego es por las elecciones de noviembre. Pero unos y otros se frotan las manos porque consideran que la barbarie grotesca de la política española no sólo les permite aumentar su dominio sobre su propia tierra, sino que aumenta la dependencia del sistema político español respecto a ellos. En último extremo, los nacionalistas ofrecen evidencias a sus electorados de que no es bueno mantenerse vinculados a una España que no es capaz de ordenarse a sí misma, y se sienten legitimados para cobrarse caro su provisional contribución a su orden.

Como es natural, esta posición no hace sino engrosar las filas de los que, situados en la extrema derecha, se alarman por el destino de España, sin percibir que ellos son parte fundamental del problema. Aquí todos los debates teóricos acerca de si España es un país federal son más bien estériles. Al existir al menos tres clases políticas —castellanos, vascos y catalanes— deberíamos reconciliarnos con la realidad. Al principio, esto fue un federalismo de facto. Lo grave es su evolución. El federalismo o el confederalismo pueden ser cooperativos. Al mediar una prima de arbitraje, los intereses se vuelven contrapuestos, pues la prima subirá cuanto más débiles sean las clases políticas castellanas y más profundas sus divisiones. Sea quien sea el genio que aconseja a Rajoy, lo único cierto es que cada vez se escuchan más los gritos, no las palabras. Y esto no sólo debilita al Gobierno, sino que sube el precio de los servicios prestados por el PNV. Lo que a su vez aumenta los gritos, y el precio, y así una y otra vez. Nadie es capaz de alumbrar una nueva lógica. Rajoy, de eso no cabe duda, tiene un grave problema. Cuando uno no ocupa el espacio público, alguien lo sustituye. En política, nadie puede hacernos el trabajo. Sin duda, se lo cobrará caro. Y ése es el problema del horizonte. ¿Pagará Rajoy su alta prima de arbitraje —nadie sueñe con la mayoría absoluta en 2012— o verá cómo, a pesar de tener mayoría relativa, todos los árbitros apuestan por cobrar una prima mayor todavía, y una más presentable ante sus electores, pactando con un candidato socialista mejor que Zapatero? La respuesta obvia a esta pregunta ha iluminado la cara de Zapatero por un instante. Pero en realidad no hará sino acelerar el círculo vicioso que he descrito.